Mis primeros recuerdos navideños son ideas lejanas, están arraigadas en la década de los años cincuenta y en el entorno molinés. Son casi siempre breves, a veces inconexas, descolocadas en el tiempo; son imágenes aisladas, retazos de memoria, perdidos en la nebulosa de los años vividos, pero con entidad propia, por ello persisten aún, son fáciles de recuperar y despiertan el regusto de una época feliz.
Las Navidades de mi infancia eran unas fiestas relacionadas con el frío y la misa. Las reuniones familiares no eran una costumbre en el medio rural. En esos años la familia, en sentido extensivo, no nos reuníamos en Navidad, hay que considerar que casi todos vivíamos en el mismo lugar y nos veíamos cada día, por ello, lo de volver a casa por Navidad no estaba institucionalizado.
Lo habitual era vivir en un entorno reducido casi toda la familia, los abuelos pronto dejaban de vivir solos, iban a la casa de alguno de sus hijos, más bien hijas. Los veíamos cada día, sin esperar a que el calendario nos recordase que era fecha de hacerlo. Si bien la familia amplia no compartía mesa y mantel en las fechas señaladas en el calendario, tenían su calendario particular y era ese el que marcaba sus ritos.
En esta época del año, una celebración solemne era la cena del día de la matanza, era habitual matar un pollo de corral o el gallo y había una persona dedicada durante la tarde a pelar el pollo, luego se guisaba. También era frecuente asar alguna morcilla en la lumbre para que todos la probasen y se tomaban frutas del tiempo. Era el momento de degustar algún turrón, los hombres también tomaban
una copa de anís o coñac, eran los licores habituales.
Esa noche toda la familia compartía y charlaba de forma relajada, al no tener que mirar a la televisión, la atención de unos para los otros era más directa. Se ponían mesas separadas para los hombres y para las mujeres, que eran las que servían y comían con los niños para que no molestasen a los mayores, ellas que no habían sosegado en los días anteriores continuaban agradando a los hombres, qué poco se estudiaban esos comportamientos y que carga de machismo tan clara. En estas solemnidades las diferencias de género se acentuaban y se constataban esas, no supuestas sino reales, obligaciones de la mujer de agradar al hombre.
La normalidad de esta época fría era estar muchas horas en casa, junto a la lumbre, porque en la calle no se podía jugar mucho tiempo, únicamente el rato de sol, si es que hacía. Es difícil establecer una comparación entre aquellas navidades que vivimos en nuestra infancia y en nuestro recóndito pueblo con las navidades que hemos vivido en cualquier lugar en el que el destino nos ha ido colocando después, diríamos que había menos luz, menos ruido y no había bolsas de plástico.
También la diferencia es muy significativa entre aquellas navidades y las que actualmente se viven en Tortuera, que continúa estando igual de alejado y sigue siendo igual de pequeño, incluso mucho más, pero está comunicado con el mundo, que es lo que nos faltaba a nosotros, el contacto con el exterior. Vivíamos una situación de aislamiento, que no es fácil de entender sin experiencias previas.
En esa época cuando se aproximaban las fiestas navideñas algunas tardes después del rosario se ensayaban villancicos con el cura y cantaban las mozas y las niñas, otra vez más la discriminación por razón de género estaba garantizada, el cura sin proponérselo tenía montado el “harem pedagógico”, ya que los mozos y los niños desde muy pequeños no participaban de estas prácticas, por tanto, era uno, que además era el que dirigía la actividad, con las demás que participaban.
Las celebraciones religiosas no iban mucho más allá de que cada día festivo en la misa se pasaba a adorar. La imagen es la típica fila de personas y el cura con el niño Jesús y un pañito en la mano para pasar por la pierna después de cada beso, era el momento del canto de villancicos. En esa época en la iglesia se colocaban los niños delante, en diferente lado ellos y ellas, esquema que se repetía con los hombres y las mujeres, ellos se situaban en el lado izquierdo, visto desde la entrada de la iglesia y ellas en el lado derecho, al salir la fila para ir a adorar iban primero las niñas y niños, luego las mujeres y después los hombres.
En la década de los años cincuenta, en la tienda de ultramarinos agrandaron una ventana y pusieron un escaparate. Lo expuesto cambiaba poco de un tiempo a otro. En diciembre junto al pequeño tonel de sardinas “rancias”, exhibían en una caja los macillos de los intestinos para hacer los chorizos y las morcillas y en otras las especias para adobar la matanza. En la parte delantera del escaparate colocaban los juguetes que nos traerían los Reyes: un caballo de cartón, las peonzas, los plumieres, algún pepón de tamaño reducido y los cartones en los que se sujetaban con gomas los cacharritos de cocina. Aquella imagen fue el primer catálogo de juguetes que despertó mi ilusión por la noche de Reyes. En los laterales tenía unas estanterías y allí se mostraban las barretas de guirlache, las tortas de turrón y alguna barra de turrón.
Era la época del año en la que los niños nos parábamos más a mirar el escaparate, por la alegría que nos daba saber que los Reyes Magos iban a llevarnos alguno de aquellos juguetes. Eso nos animaba a dejarles la noche del cinco de enero, una copita y unos mantecados en el balcón, junto a los zapatos.
Coincidiendo con las celebraciones navideña, había en Tortuera una tradición, ya perdida, era una ronda que hacían los niños las vísperas de los días festivos. Se conocía como “el tamborillo”. Iba un grupo de niños repiqueteando el tambor. Llegaban a la puerta de la casa de las niñas y preguntaban: ¿cantamos? La respuesta siempre era: “cantar, cantar”. Alguna de aquellas letrillas era:
“Si hay una canto por una,
si hay dos canto por las dos,
que no diga la pequeña,
que canto por la mayor”
El día de Reyes recogían el fruto de su esfuerzo, lo reclamaban con otra coplilla: “Ya se han pasado las Pascuas,
San Silvestre y Año Nuevo
y la mañana de Reyes
el aguinaldo queremos”
En cada casa les daban una propina y se la repartían entre los rondadores.