Por José Ramiro García
Nací en un pueblo remoto, despoblado y frío de la comarca del Señorío de Molina de Aragón, a finales de los años cincuenta. Ya por entonces, la zona era casi el mayor desierto demográfico de Europa, un caso más de demotanasia. Ese territorio, enclavado en el interior de la península, estaba destinado a la extinción. Era, como ahora, un área callada y pobre, habitada por gente de poca poesía, poco bucolismo, apegada al terreno, poco reivindicativa frente al Poder, perdedora de todo. En ese espacio, apartado del mundanal ruido siempre imperó el abandono, el aislamiento y la incomunicación.
Tengo grabados en mi cerebro muchos dichos, hechos, situaciones y circunstancias que oí y viví durante mi infancia y que, por más que haya transcurrido el tiempo, no he olvidado, pero hay que tener muy presente lo que decía Valle Inclán de manera muy concisa: “nada es como es, sino como se recuerda”.
Mi generación ha sido testigo del proceso de cambio -de una situación de subdesarrollo total hemos llegado a un mundo más moderno. Hemos pasado de viajar en burro a conducir un vehículo Mercedes con toda naturalidad. El arado romano se ha cambiado por los tractores de diseño.
La vida en los años sesenta era dura y trabajosa. Los agricultores laboraban de sol a sol, con medios muy precarios. La mecanización alivió la dureza del trabajo, desapareciendo los machos, las mulas, las hoces, los trillos, dando paso, en un primer momento, a la segadora y la trilladora, y posteriormente a la cosechadora y el tractor. Se labraba y se sembraba la mitad de la tierra a partir de las primeras lluvias otoñales, dejando la otra mitad en barbecho. El estiércol de la paridera y de la cuadra se derramaba en las fincas para fertilizarlas. Posteriormente vinieron los abonos, nitratos y herbicidas. Una vez nacida la planta, había que escardar, labor consistente en quitar las malas hierbas de forma manual, con la ayuda de una zadilla. El proceso de siega, acarreo y trilla, donde estaba implicada toda la familia, duraba aproximadamente tres meses, se iniciaba por San Pedro, a finales de junio y se finalizaba para San Miguel, a finales deseptiembre. Las infinitas faenas del agro siempre fueron extenuantes y agotadoras, y se encadenaban unas detrás de otras.
Los chicos pequeños solíamos llevar la comida a los segadores y también acarreábamos el agua de la fuente a la casa familiar, ya que no existía tan preciado bien en los hogares. Las mujeres disponían los barreños debajo de las canaleras para acopiar de los tejados la que bajaba del cielo. El valioso líquido llegó a los grifos de los domicilios hace cuarenta años. Los chavales ayudábamos a nuestros padres en las tareas del campo desde muy temprana edad, fuera del horario escolar, igual que los niños africanos lo hacen ahora. Seguramente hoy se consideraría maltrato infantil, sin embargo la sensación que yo tengo no es esa, pues había un enorme cariño y afecto entre padres e hijos, haciendo honor al viejo adagio castellano que dice:”quien bien a sus hijos cría, causa a Dios mucha alegría, y quien en esto es descuidado, de ellos será atormentado”.
El sistema de organización económica se caracterizaba por un diseño inteligente. Era una situación de autoconsumo y trueque. Los agricultores intercambiaban con el panadero trigo por pan y el control se llevaba a través de una tabla de madera que se denominaba tarja, donde, tanto comprador como vendedor, anotaban los panes vendidos mediante una muesca que se realizaba en ambas tarjas. Para San Miguel se echaban cuentas y el saldo deudor o acreedor pasaba al ciclo siguiente. El despacho de carne tenía un esquema parecido: los ganaderos aportaban un porcentaje de ovejas, creándose un atajo específico, del cual se encargaba una persona remunerada con un salario. El pastor también tenía la obligación de sacrificar las reses y vender la carne, apuntando lo enajenado en las tarjas. Al final del periodo se cerraba el balance y los saldos resultantes se transaccionaban en dinero. El ganado de la carne, como así se denominaba, tenía asignada una zona de pasto especifica, normalmente la mitad del término, para que el engorde de los animales fuera fácil. Para el consumo de leche, cada vecino tenía sus propias cabras, que juntaba con las del resto del vecindario. Todas las mañanas, el cabrero hacía sonar un cuerno para que la gente sacara las chivas de su casa y así iniciar el proceso de pastoreo en el monte. De vuelta, a toque de retreta, era muy chocante ver cómo cada cabra acudía a sus aposentos de forma decidida y sin intervención alguna de sus propietarios. La financiación del emolumento del cabrero se hacía en proporción al número de animales que cada uno tenía. Años más tarde me di cuenta de que el sistema de apunte contable en la tarja estaba basado en los principios fundamentales de la asignatura de la contabilidad, donde todo debe conlleva un haber, no habiendo deudor sin acreedor, método denominado anfisiocracia o de partida doble, que descubrió el monje italiano Luca Pacioli en la época del Renacimiento.
Para los chiquillos, el paso por la escuela primaria era de ineludible cumplimiento. La enseñanza era obligatoria hasta los catorce años. La escuela era un edificio de planta baja, con tres aulas: una para chicos, otra para chicas y otra para párvulos. La clase a la que yo iba tenía el mobiliario típico de la época -viejos bancos de madera usados, donde se sentía que habían sufrido tantos colegiales… el crucifijo, el retrato de Franco y José Antonio, estufa de leña pintada de purpurina, pizarra negra, los mapas escolares de aquellos años y la mesa del profesor, que sólo de mirarla infundía autoridad, respeto y jerarquía. Nos dio clase Don Pedro España Alarcón, un gran docente, un maestro muy respetado, involucrado por completo en la vida del pueblo. Sus alumnos no le olvidamos, allá donde esté. Muchos de nosotros somos conscientes de que gracias a la labor que él hizo, en estos momentos somos gente con estudios universitarios. Impartía docencia en una única aula a chicos en edades comprendidas entre seis años y catorce, con la dificultad que ello entraña por la diferencia de madurez y de nivel de conocimiento entre unos y otros. El procedimiento pedagógico era el propio de la época, “la letra con sangre entra”- los reglazos, las bofetadas, e incluso palizas ocasionales no faltaban. Éste era el orden didáctico establecido y había que acatarlo con sumisión. Hoy se consideraría inhumano, un evidente abuso de autoridad, pero entonces era lo que había, y se consideraba “normal”.
Jugábamos al fútbol en las eras del pueblo, un campo de hierba natural, con dos piedras a escasa distancia como porterías, sin gradas alrededor, ni publicidad alguna. Le echábamos gran pasión y coraje. Los cambios de ritmo de Gento nada tenían que ver con la velocidad que todos nosotros teníamos. Se daba la circunstancia de que algún chaval no llevaba zapatillas y con las lañas de las albarcas se pinchaban muchos balones.
Para las fiestas del pueblo se bailaban pasodobles en la plaza pública y se tomaban cubatas en la barra del bar hasta la incoherencia, más de lo segundo que de lo primero, mientras los viejos del lugar, con la boina negra calada y garrota en mano, hacían las observaciones pertinentes. Los músicos tocaban hasta que la concurrencia se cansaba o se aburría, no como ahora, que las orquestas cumplen sus horarios, pues la civilización impone sus reglas. Siempre había parejas más bailongas que otras; algunas no tenían rival ni competencia, y las había que no perdonaban un baile por más que a alguno se le acumulasen los tragos.
La vida no era triste. Había una alegría congestiva y vital. Existía una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir. El estilo de vida del pueblo no se diferenciaba de tantos otros. En el bar, centro de reunión social y jolgorio, siempre existió una fraternidad entre el guillote, el julepe, el morapio y las disquisiciones metafísicas junto a la barra. Daban café, vino, cerveza, berberechos y cacahuetes. Se estaba bien allí.
La tradición de los actos religiosos, que todavía se mantiene hoy, consistía en una Misa Mayor y la procesión en honor a La Virgen del Campo por las calles del pueblo al compás del tañido de las campanas. Tanto a la misa como a la procesión asistían casi todas las personas del pueblo, luciendo sus mejores galas, con ropa recién estrenada, o recién lavada e impecablemente planchada. Los cánticos religiosos eran obra principalmente de mujeres, los hombres intervenían poco, y durante la melodía yo notaba el fuerte chorro de voz de mi madre. Después del Evangelio, el cura subía al púlpito y empezaba el sermón, hablaba suavemente, sin estridencias, ante lo cual había gente que lo seguía detenidamente, pero otros cerraban su disco duro, y pensaban en las avutardas. Los cirios chisporroteaban frente al altar mayor. Los fieles y menos fieles conmemoraban después la festividad en el teleclub con vermú y berberechos de lata. La charanga no paraba de tocar, y el ruido de los petardos era ensordecedor. Todo esto no dista mucho de lo que se hace ahora.
La iglesia, de piedra, sin un estilo definido, con un campanario erguido y esbelto, y las dos ermitas todavía siguen en pie, en perfecto estado de conservación, limpias, cuidadas y enteras, no así el cuartel de la guardia civil, que ya desapareció. En su tiempo albergó a un cabo y cuatro números. Del cuartel aprendí que hacer el gamberro puede traer consecuencias nefastas.
El lavadero municipal funcionaba a tiempo completo. Allí nuestras madres lavaban la ropa, normalmente muy desgastada, pues la escasez era la nota predominante de aquel tiempo. Se usaba jabón de tajo, hecho con sosa caústica y sebo procedente de los corderos y ovejas que se mataban en la casa.
La escuela, signo de cultura e instrucción cívica, cambió de objeto social; donde antes olía a tinta, lápiz y papel, ahora es un lugar que tienen las amas de casa, como sede de su asociación; otra parte es almacén donde se depositan bebidas para la celebración de eventos colectivos. El cierre de los centros escolares es el termómetro de la despoblación. También hubo fragua y horno de pan municipal.
En todas las casas había perro y gato, siempre con un carácter utilitario, espíritu muy lejos de la tenencia actual de mascotas. El perro, para guardar el ganado y el gato para cazar ratones. Aunque la gente masculla con frecuencia aquí no hay “ni cuatro gatos”, la realidad actual es que hay más felinos que personas y los ecos infantiles hace mucho tiempo que no se oyen; las arrugas seniles es lo que predomina. El pueblo se ha hecho mayor, es un geriátrico y las personas de edad avanzada agotan allí, tal vez con nostalgia, los últimos días de su vida.
Personalmente siempre me ha gustado hablar con las personas mayores, pues la experiencia vivida, explicada con inteligencia, es un foco de sabiduría. La gente del mundo rural tiene la costumbre de decir las cosas a la cara, haciendo pocas introducciones, y nunca se me olvidará lo que me dijo mi padre, no sin cierta sorna, con un realismo resignado: “Cuando era un crio, aprobé las oposiciones de pastor, sin estudiar, con buena nota y aquí me mantengo con destino definitivo. Tú, como no estudies, tendrás que presentarte, pues se aprueban con bastante facilidad”. Mi padre, supongo yo, estaría muy orgulloso de que su hijo estudiara en el instituto, en la universidad, y que sacara buenas notas, pero nunca decía nada.
La gente de la zona somos poco dados a expresar nuestros sentimientos, eso va por dentro, pero no se manifiesta. A veces los hombres se encabronan contra algunos ángulos de la vida y contra un orden de cosas que consideran mortificante e injusto. Todos mis antepasados hicieron las mismas “oposiciones”, pero hoy las plazas de pastor no las quiere nadie y si las han sacado a concurso, la inmensa mayoría se han quedado desiertas. Es un trabajo muy esclavo y de baja rentabilidad, por lo que la cabaña ganadera está desapareciendo del mapa. Pocos pastores se ven ahora merodear y ya no vestidos a la antigua usanza, con albarcas, pana, manta y morral, garrote y boina. Asociada a esta pérdida, se ha producido la desaparición de oficios tradicionales, como el de esquilador, capador de cerdos, herrador de caballerías etc.
En el apogeo del pueblo, cuando había ganado, cuartel y chiquillos en la escuela, las mujeres parían en las casas, con la ayuda del médico y sólo excepcionalmente en los hospitales. Nunca hubo mortalidad infantil por esta circunstancia. Hoy ya no hay bautizos, ni bodas, lo único que crece es el cementerio, y las campanas se mantienen bien lustradas de tanto doblar a muerto. La última mujer que dio a luz en el pueblo fue María, la madre de Raúl. El parto no fue ayer.
La España de aquellos años era una España en blanco y negro, como los colores con los que emitían los dos únicos canales de la televisión. Ya muy diferente de la inmediata y calamitosa posguerra, y también distante del país que nos describe el doctor Marañón en su viaje a Las Hurdes en 1922, junto a Alfonso XIII, donde la miseria campaba a sus anchas y enfermedades como el paludismo y el bocio eran muy frecuentes. Donde yo nací, hambre no se pasaba, pero dinero se juntaba poco. El pan de trigo era plato nacional.
Decía Luis Buñuel que, en su pueblo, Calanda, de la provincia de Teruel, la edad media había durado hasta bien entrado el siglo XX. Lo mismo podíamos decir de mi pueblo, y cualesquiera del interior peninsular. España era desabrida, intransigente e inmisericorde. Franco vivía.
Las cosas han cambiado mucho en nuestro país desde aquel entonces. El ciudadano de aquella época se sentiría extraño en las circunstancias presentes, pero hay cosas que permanecen inmutables, como los principios y los valores.
Hace mucho que los hijos de la España vacía renunciamos al modo de vida de nuestros padres. Ese pasado está amortizado, muerto y enterrado. Hay todo un mundo dejado atrás, extinguido, liquidado, pero no olvidado.
Algunas veces el pasado es una rémora, pero casi siempre supone un impulso, un incentivo y la cuestión radica en encontrarle provecho para el mañana más inmediato, recordando bien la lección, tomándolo como referente para seguir el camino.
Nunca debe uno olvidar de donde viene. Es una cura de humildad. Los recuerdos de la infancia no solo forman parte intrínseca de nuestras vidas, sino que han estructurado nuestra personalidad. Y como decía el gran poeta Rainer María Rilke: “la verdadera patria del hombre es la infancia”.
*** José Ramiro García (El Pobo de Dueñas, 1957), licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor de enseñanza secundaria en Madrid y Zaragoza (1983-2017). Asesor Fiscal. Gestor Administrativo titulado por oposición (1989). En estos momentos felizmente jubilado.
Fran Yuste
9 Ago 2019Magnífica descripción, me ha transportado a los años de mi nfancia que viví en el pueblo. Real como la vida misma.
Andrés
22 Sep 2020Este tipo de descripciones, que valoran el pasado en un tono nostálgico y sentimental, que transmiten con cariño y no faltas de emoción las experiencias de antaño, son siempre reveladoras de los inconvenientes e incomodidades de la vida rural, también de sus beneficios y parabienes. Son comúnmente vistas desde la distancia del exiliado, del emigrante que abandonó su patria chica, y que no supo o no quiso dar en agradecimiento, ni aportar en concreto aquello de lo que él fuera poseedor a su tierra. La decadencia de la tierra molinesa lo es de las conciencias, sin espíritu crítico, abnegadas, sumisas, pueriles e infantiles diría.¿ Porque nadie apunta a los causantes de esa decadencia?, de esa despoblación, y solo en un tono resignado se acepta sin rechistar los derroteros del presente, su despoblación y abandono. El dinero, el conocimiento, la población sale para no volver, creciendo el desierto en el sentido más general de la palabra, en todos sus aspectos. El desierto de la dignidad, de la cultura. Deberíase imprimir en sus habitantes el amor por la tierra y por sus gentes, que impida el exilio, y su desgaste. Para que la riqueza no escape y se reinvierta aumentando en la medida de lo posible el espíritu local. Dándole siempre prioridad. Y no elogiando al que ha escapado, ni valorando la vida fuera de éstos. Nuestros rincones..