DESPOBLACIÓN  E  HISTORIA  DEL   POBO  DE DUEÑAS

La muy Noble, muy Leal, Antigua e Ilustre  Villa del Pobo de Dueñas es  un pedazo de suelo patrio colocado en el mapa de España a 220 Km de Madrid y a 162 Km de la capital de la provincia. Es una  población enmarcada dentro de las estepas cerealísticas de las parameras de Molina de Aragón, en la N-211, en el cruce de caminos de las provincias de Guadalajara y Teruel, donde se ayuntan suavemente las tierras de Castilla La Mancha y Aragón. A pesar de la exuberante introducción toponímica del lugar,  El Pobo de Dueñas es un diminuto espacio rural despoblado  de la provincia de Guadalajara, como tantos otros extendidos por nuestra geografía hispánica, en el corazón de la Serranía Celtibérica. Un lugar lejos del mar, con una superficie de 55,28 Km2, a 1.250 metros de altitud, siendo esa elevada altitud la que va a repercutir de manera directa en las extremadas condiciones climatológicas de esta altiplanicie donde se acendra el vértigo del frio, y a su vez va a condicionar de manera considerable la actividad económica: la ganadería extensiva de ovino y la agricultura de secano con la producción de la consabida triada: trigo, centeno y cebada. Tan demasiada altitud hace de El Pobo la atalaya perfecta para examinar el latido de los cielos limpios y azules y jugando con la perspectiva, se pueden contemplar lejanías y vistas infinitas, que dan la impresión de una zona coqueta, muy poco poblada y en calma, que queda muy bien para hacer una postal como  escenario adecuado para escenificar cierta castellanía decadente, donde pasó de largo la modernidad.

 Habitado en la actualidad por menos de un ciento de almas, casi todas personas de avanzada edad, hombres y mujeres de espíritu sencillo,  que no manifiestan deseos de salir de su entorno más inmediato y se encuentran tan ricamente en el lugar que les vio nacer. Son gentes alejadas del consumismo, del individualismo y de las prisas de las grandes ciudades, que viven en armonía  y en paz consigo mismos, portadoras de un modo de vida natural, que asumen su aislamiento con sencillez y entereza y que no entienden su vida fuera del pueblo. Son pocos, apartados del estresante ajetreo de lo urbano; no tienen apetencia alguna por perder sus raíces y no les cabe en la cabeza que el pueblo se pueda extinguir. Es una cuestión de ilusión, sin duda. Parece que la decadencia no va con ellos. Quizá  a veces se les haga un poco duro de pelar  el largo, crudo y frio invierno mesetario, aunque en estos momentos haya todo tipo de adelantos y comodidades que antiguamente no existían.

El Pobo de Dueñas

Limítrofe con los municipios de Hombrados, Morenilla, Tordellego, Setiles y El Pedregal. Desde cualquier altozano en la lejanía se ven como una línea roja de silencio  los perfiles de Sierra Menera, cuyas minas de hierro a cielo abierto y de fácil extracción ya desde principios del siglo XX crearon riqueza y trabajo en la zona. Mientras estuvieron abiertas estimularon, en cierto modo, la precaria economía del entorno más inmediato. El cese de la actividad en 1973 al calor de las reconversiones industriales de entonces,  generó  desempleo, lo que contribuyó como un factor adicional a que la despoblación aumentara en todos los municipios a la redonda. Tal como vino cierta prosperidad, tal cual se fue. Sierra Menera, en el confín de la provincia de Guadalajara con Teruel, establece los límites entre la comarca de Molina de Aragón y los términos municipales de Blancas y Pozuel del Campo, ambos pertenecientes al partido judicial de Calamocha y, por otra parte Ojos Negros, Villar del Saz, Peracense y Ródenas, del partido judicial de Albarracín, todos ellos de la tierra turolense, donde impera un denso silencio en un entorno de pueblos casi vacios, que acentúa la dignidad herida de todos ellos.

Nuestro municipio, perteneciente a la sexma del Pedregal, comienza  a nacer y tener entidad como comunidad según diversas fuentes en torno al siglo XII, al calor de la repoblación del Señorío de Molina, bajo los auspicios de Los Ruiz de Molina,  una de las familias más influyentes y poderosas de la época en nuestro territorio, descendientes directos de Manrique de Lara, primer señor cristiano de Molina, tras la reconquista de la ciudad en diciembre de 1128 por Alfonso I.

Dicen  los historiadores que el legendario Cid Campeador pasó por esta localidad en el camino de Burgos a Valencia, ya que por su situación estratégica en el sistema de defensa fronterizo entre Castilla y Aragón era de paso obligado y estaba dentro de la ruta más acorde. El Cid, procedente de Medinaceli, fue recibido y hospedado en Molina de Aragón con honores por el “alcaide” moro Abengalbón, para proseguir al día siguiente hacia El Pobo y pernoctar en Albarracín. Años más tarde harán ese mismo trayecto sus hijas ya casadas con los Condes de Carrión, Doña Elvira y Doña Sol. Así se desprende del Cantar del Mío Cid. Las fuentes documentales archivísticas de las que disponemos de aquellos tiempos son muy escasas y no  muy fiables. También se dice que en esta tierra hubo asentamientos romanos, celtíberos y visigodos antes de la llegada de los musulmanes, aunque no quedan evidencias claras de los mismos.

El Pobo es un lugar donde nunca hubo títulos nobiliarios, ni aires aristocráticos, ni grandes monumentos, pero en el siglo XVI, cuando el pueblo tenía  dos cientos de vecinos, cifra que no se puede precisar con exactitud, nace  una persona ilustre, Garci Gil Manrique Maldonado, que nada más y nada menos ostentó el cargo de Presidente de la Generalitat de Cataluña mucho antes que Tarradellas, Jordi Puyol, Torra o Pére Aragonés. Estábamos todos tan contentos con tal acontecimiento, pero como la alegría dura poco en la casa del pobre, viene un molinés, Ángel Ruiz Calvo y escribe un libro donde afirma por activa y por pasiva que ese señor no nació en El Pobo. Según él, tampoco está enterrado en la iglesia parroquial del siglo XVI, Nuestra Señora de la Asunción, donde siempre desde críos observábamos con admiración el mausoleo en el que aparece  tallada en piedra la imagen del político, revestida de sus atributos sacerdotales y episcopales, bajo colores fuertes con preponderancia del rojo. El catafalco siempre ha tenido un gran significado emotivo para toda la gente del pueblo.  No sé si tendrá razón o no Ángel Ruiz, pero lo que sí está claro es que Garci Gil tuvo una gran vinculación  con el pueblo, como  atestigua la casa donde vivió en la calle del Obispo, en cuya puerta de entrada hay un escudo soberbio flordelisado, que tiene tallado un castillo junto a dos leones. Es una casa con cierto aire señorial, de buen porte, recia y de sólida hechura.

Mausoleo de Garci Gil Manrique Maldonado en la iglesia parroquial Nuestra Señora de la Asunción de El Pobo de Dueñas

El Pobo de Dueñas, un pueblo atado a sus tradiciones, tiene, como todos los municipios, su singular y específica historia, con sus  particularidades, pero al igual que otros lugares que no importan, al no haber tenido gran trascendencia histórica, económica o social,  atesora pocos testimonios escritos,  y aquellos de los que disponemos están muchas veces  plagados de generalidades y conjeturas de difícil contrastación. Al ser un pueblo pequeño, su historia ha quedado difusa en la del Señorío de Molina del que forma parte, aunque los acontecimientos más cercanos en el tiempo palpitan aún en los recuerdos de paisanos que todavía viven. Molina de Aragón trasciende los límites inhóspitos del páramo y siempre pone su nota de suntuosidad y boato a la comarca en la maraña de los siglos que embastan los fantasiosos hilos de la Historia de nuestra tierra.

Nuestra historia está hecha de años, de olvidos, de silencios, de discriminaciones, de insuficiencias, de mal trato histórico que sus habitantes han sufrido durante siglos, ante la sumisión y aceptación resignada de todo un pueblo afectado, que ha desembocado en esta situación maldita de franca decadencia. Hay quien hace la historia y otros la sufren, decía Camus, El Pobo, como otros muchos pueblos del entorno, pertenece al grupo de los que han sufrido los vaivenes de la historia.

Con su característico laconismo descriptivo Pascual Madoz en 1845 escribe en su Diccionario geográfico, histórico y estadístico de España, que El Pobo tiene doscientos vecinos, todos labradores y pastores, que está situado en un terreno disperso y quebrado, con libre ventilación y clima frio. Comprende monte de chaparro, estepa, marojo y produce muchos granos, legumbres y algo de azafrán. La ganadería lanar es bastante importante. Dentro del término municipal, los actuales parajes de Bronchalejos, Mingalvo, Franzuela, Cañizar y el Villar estuvieron poblados pero desaparecieron como tales asentamientos humanos en alguna fecha imposible de datar, como consecuencia de las guerras entre Castilla y Aragón, al ser quemados y destruidos. Son poblados desaparecidos pero muy antaño tuvieron vida propia.

Lo de “libre ventilación” tiene guasa, pero se puede constatar fehacientemente dando un paseo por las eras en un día frio de invierno, bajo un viento que resopla desde los cielos congelados, que a veces desencadenan nevadas que dejan el terreno completamente blanco como si de una irrupción siberiana se tratara. Las eras son una de las señas de identidad  de nuestro pueblo, uno de los símbolos más emblemáticos,  lugar que fue testigo de muchas historias y amores, lugar de coqueteo entre los jóvenes, escenario de nuestros juegos infantiles, punto central de la actividad veraniega cuando se trillaba a la antigua usanza, y de interés paisajístico por la amplitud y singularidad de su llanura. Hay un dicho histórico en la zona que afirma: “eres tan llano como las eras del Pobo”.

Hoy las eras se encuentran adormiladas y mermadas, al calor de su historia, como enseña y paladín de todas sus nostalgias y aconteceres que tuvieron lugar en aquellas planicies, que bien pudieran servirnos como botón de muestra de lo que aquello fue y representó. Aún conservan el viejo empaque y tienen la ilustre virtud de  embellecer al pueblo.

Actualmente el pueblo, con sus defectos y sus virtudes, es un espacio para el sosiego que forma parte  de esa España vaciada y tranquila, un pequeño recodo rural donde hay más animales que personas,  señal inequívoca del mal endémico y secular que manifiesta una situación demográfica límite. Va perdiendo, poco a poco, su vitalidad y su empuje. La despoblación es muy evidente. Va avanzando en su lenta pero implacable labor aniquiladora.

En El Pobo se nota ostensiblemente la emigración excesiva y el saldo vegetativo negativo desde hace muchos años, aflorando como consecuencia muchas viviendas desocupadas (aunque no abandonadas), de lo que puede dar fe Abel, “el cartero mayor del reino”, ya jubilado, pues cuando pasaba repartiendo la correspondencia de casa en casa se saltaba muchas de ellas, a veces calles enteras, donde ya nadie vivía.

Hay tres hitos importantes y relevantes en nuestro reciente pasado que contribuyeron a mejorar la calidad de vida de la vecindad y a incrementar el desarrollo económico y social del pueblo: la concentración parcelaria, la mecanización de la agricultura y la roturación de montes comunales. Esto último supuso  una ampliación de la tierra arable, que se tradujo en una mayor viabilidad de las explotaciones, aprovechando las nuevas economías de escala. La concentración parcelaria provocó un gran avance porque hasta entonces había un minifundio desorbitado, contraproducente para conseguir un mínimo de rentabilidad y contraproducente para que la maquinaria pudiera operar de forma eficiente. La mecanización nos condujo a una nueva situación, que se saldó con una menor necesidad de mano de obra, sobrando brazos para trabajar la tierra. Posteriormente vinieron las ayudas de la PAC y los seguros agrarios, que también beneficiaron a las explotaciones.

Al sobrante de personal que conllevó la mecanización, allá por las décadas de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, no le quedó otro remedio que vender sus ovejas, incluso sus tierras, dejar la casa, dejar todo lo suyo, lo que había sido su vida, y emprender el camino a la ciudad en busca de un futuro más prometedor, aceptando un  trabajo asalariado en las fábricas al calor del proceso creciente de industrialización del país en aquel entonces; había que vivir de una manera u otra y en el pueblo no había condiciones para ganarse el pan con dignidad. “Es un terreno frío, que no da”, decía mi padre. Esta nueva circunstancia dejó el censo poblacional bajo mínimos y subió unos peldaños el proceso de extinción de una comunidad que hasta entonces tenía cierta viveza.

Hace unos cuantos años me dio una disertación un paisano culto, de juicios  siempre atinados, incompatible él con el cemento y con el modo de vida encajonado de la ciudad, amante de las verdades de la vida y depositario de muchos saberes tradicionales arraigados al territorio. Su discurso reflejaba muy bien la coyuntura reciente y pasada: “Aquí, ni hemos servido ni nos han servido. Tampoco hemos dependido ni de condes, ni de duques. No nos sobraba nada, pero tampoco nos faltó mucho. Hambre, lo que se dice hambre, nunca la hemos pasado en El Pobo. Necesidades, sí, pero no hambre, porque cada familia tenía sus ovejas, sus cabras, que daban leche, queso y carne,  su cerdo y su huerto; trigo aún se cogía y luego, en el monte,  se hacía la leña y no se pasaba frío en casa, y entre lo uno y lo otro nos íbamos arreglando. Todos sabíamos un poco de cuentas y de escribir. Hoy día la vida es de otra manera, hay más abundancia, tanto en las capitales como en los pueblos. Todo aquel que se queja es de vicio. No nos podemos quejar. Tuvimos la dicha de vivir en un pueblo tranquilamente. Las ciudades son buenas para la gente con dinero y posición, y en el campo, con nuestros propios medios, se vive con otra dignidad, más libres, menos apretados, y con menos distancias, porque todos somos y sabemos por igual”. Disquisición que seguramente la compartirán muchos de los amantes del mundo rural.

El paisano, con un tono especial de conformidad feliz, en una muestra de sinceridad, evoca el tiempo que le tocó vivir, un tiempo cosido por el desamparo pero también de armonía con la tierra, en osmosis con la naturaleza, un tiempo que aún permanece en la memoria de quienes lo recuerdan. Una época donde el sistema productivo agrícola estaba poco tecnificado, las hoces y los arados romanos marcaban la pauta, en una economía básicamente de subsistencia y de autoconsumo. Conscientemente no desea evocar sumisiones, calamidades y derrotas, que también las hubo. Era otra vida.

Una  característica particular de la estructura económica de nuestro pueblo  es que la propiedad de la tierra estaba y está muy repartida, junto a la existencia de comunales. En consecuencia nunca ha habido muchas diferencias sociales y tampoco, por tanto, élites de poder ligadas al latifundismo y a los intereses agrarios, sino pequeños propietarios( criados ninguno), generándose un talante de libertad y dignidad, compatible, no obstante, con una situación de ciertas carencias. El sistema de propiedad de la tierra, uniformemente repartida en la zona, es el motivo por el cual se configura una escasa estratificación socio-económica entre sus habitantes y hace que predominen los valores  conservadores y religiosos.

El Pobo ha sido y es una sociedad tradicional de honrados labradores y pastores, que bregaban y bregan de sol a sol en las tierras de secano, con una voluntad de sacrificio y de trabajo enormes. Un pueblo que vivía y ha vivido en paz, sin que las costuras de la convivencia se quebraran, sin ningún tipo de episodio violento destacable, un pueblo que pasó de los mulos al tractor y de criar cerdos para el consumo propio en el corral de la casa a hacerlo en granjas en cantidades industriales para comercializarlos a través de empresas multinacionales. Hoy los agricultores son pocos, y los pastores menos aún, pero viajan en coche. La imagen de los pastores, cruzando a lomo de sus burros, camino de las parideras, desapareció ya hace muchos años. Los pastores eran los verdaderos hombres del tiempo. Ellos descifraban el lenguaje de las nubes y de las tormentas. Ante la incertidumbre de los cielos, adivinaban lluvias y vientos con total fiabilidad.

El Pobo es un pueblo geográficamente solitario, donde nunca silbó el tren, como tantos otros de la comarca, que hace ya mucho tiempo empezó un lento pero inexorable declive,  con escasa posibilidad de cambios y de muy difícil reconversión, cuya base social ha sido básicamente diezmada y desarticulada,  donde la despoblación  ha hecho mucha mella en silencio. Con entereza  se resiste a morir pero ya se atisba en el horizonte la cercanía de la hora del réquiem.

Poco a poco el pueblo llegará a ser sólo un recuerdo. Está quedándose sin nadie. Es una historia de abandono, un declive incesante. Una zona olvidada más por parte de los poderes públicos y por los inéditos modelos de desarrollo que acompasan los nuevos tiempos. No sólo El Pobo: todos los pueblos de la comarca y muchos otros del interior peninsular están en el abismo de la irrelevancia por su escasa entidad poblacional. Esa nimia entidad poblacional se traduce en una insignificancia política y económica que repercute en una nula visibilidad.   Es una pena pero es la pura y dura realidad.

 Según censo de 2019, El Pobo tiene 109 habitantes, con una densidad de 2,17 habitantes/km2, cuantía que desde el punto de vista técnico  califica al territorio como un desierto demográfico. En este breve microcosmos, desde 1996 a 2018 sólo se contrajeron seis matrimonios y lo mismo que el mercado matrimonial tiene una gran depresión, el de nacimientos está por los suelos; la pila bautismal de la iglesia está intacta por falta de uso. De los 109 habitantes censados (que reales hay menos) cuarenta personas tienen más de 70 años. Solamente existen cinco chicas y un chico en edad obligatoria de escolarización. Hay  29 trabajadores en activo, 13 en el régimen general de la seguridad social y 16 en régimen de autónomos. Estamos ante una despoblación extrema y si miramos los pueblos colindantes la situación aún es peor. Son datos del INE, que seguramente no estarán actualizados.

Afirmaba Nelson Mandela que cualquier crisis, nosotros estamos en una crisis estructural poblacional, tiene tres componentes: una solución, una fecha de caducidad y una enseñanza para toda la vida. Con los datos estadísticos precedentes, la proyección demoscópica es fácil de prever, salvo que ocurran acontecimientos inesperados: desaparecerá este pueblo, y se perderán paisajes humanos que muchas  generaciones tardaron siglos en construir y mantener. En 100 años El Pobo ha perdido el 90% de su población, lo que le convierte en un pueblo en vías de extinción, como otros muchos de la España interior. A principios del siglo pasado tenía unos 1.100 residentes. En el último censo, apenas superaba la centena de habitantes. ¿Llegará el día del adiós tras la agónica lucha de las gentes que aún siguen batallando por vivir en su pueblo?. Ese combate muchas veces no depende tanto de los números absolutos de la población como de la acción de una comunidad viva y activa que no se despreocupa ni se arruga ante la adversidad.

En cuanto al tercer aspecto de la disertación de Mandela, la gente comprenderá que hay ciertos problemas que por su especial naturaleza no tienen solución, bien porque no ha habido una acción preventiva o bien porque en el contexto en que se producen no hay antídoto posible. Los pocos vecinos del Pobo, renuentes a emprender el camino del éxodo están dispuestos a que no muera del todo. Cada día que pasa ofrece el lugar un aspecto más desolado, donde la soledad imprime una huella letal.  Los vecinos resisten cómo pueden los embates de los años, enfrentados a la severidad del clima y a las dificultades del día a día.

Cada vez se hace más perceptible que el exclusivo porvenir viable del municipio es una fórmula de respeto y acatamiento del pasado porque el futuro no se ve venir por ninguna parte, y ese convencimiento y esa certeza entristecen  a cualquiera.

 La desaparición del pueblo será un gran trauma cuando llegue. Posiblemente ya estemos ante los últimos estertores de una existencia que llegará a su fin, ante la crónica de una muerte anunciada. El Pobo de Dueñas, al final de sus días, nos dirá adiós en un lánguido panorama despoblacional. Y sólo el nombre de la villa ausente subsistirá  como topónimo. Sólo será un lugar de antepasados, un trozo de historia tal vez condenada al olvido.  

JOSÉ  RAMIRO  GARCÍA.

Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Excelente fotografía de la realidad desoladora de El Pobo y de muchos otros pueblos de los alrededores, de uno de ellos era mi madre, y que tristemente llevan la misma vía de desaparición.
    Enhorabuena por tan magnifica descripción de la triste realidad. Habrá que disfrutar de la tranquilidad, paz y armonía que se vive en estos pueblos, y sin olvidar que es nuestro origen.

  2. Felicidadades por el artículo.

  3. Muy buena reflexión, cargada de realidad.

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