Dante (hace setecientos años de la muerte del autor de ‘La Divina Comedia’) acentúa, en traducción libre: «El mayor don que Dios hizo al hombre, al crearlo, fue la libertad de su voluntad». Si se analiza la frase, más allá del elogio de la libertad como distintivo del hombre –el único ser que elige su existencia, y su circunstancia orteguiana– está la vida recibida gratuitamente y como presupuesto, soporte y destino de uno mismo. La vida como valor más deseable, en suma. La libertad es la base de cualquier democracia, es decir, de la implicación de la persona, todas y cada una, en la historia universal, que a su vez es la razón de ser del cosmos, al que procura explicar y dar sentido.
Y el ejercicio de la libertad exige a ‘su’ sujeto, de modo que –como recuerda Luis Rosales– a medida que adelantemos en su realización se hará más ardua la tarea de vivir, pero también más apropiada y personal: más hacedora de un hombre que vive para
vivir, es bueno recordar algo tan elemental.
Pero me pregunto si esta perspectiva subsiste, hoy, año 2022, después de tantos siglos de preguntas y búsqueda de lo esencial y no solo existencial (el ‘existencialismo’ del siglo anterior se evaporó en su puro horizonte circunstancial: ya no es sino un ancestro
literario básicamente parisino, la autoproclamada ciudad de la luz y la razón). ¿Se valora hoy la vida, el hecho de vivir y su propia valoración, como test de la bondad social?
Apunto razones para la preocupación global.
En esta pequeña, aunque históricamente importante, España nuestra, cada día se suicidan (es decir, se manifiestan en la práctica contra el lujo del mero hecho de vivir y poder elegir) doce personas y cerca de doscientas lo intentan o se lo cuestionan. Se
minimiza el hecho trascendental –en positivo o en negativo– de la muerte, seguro que por razones entendibles y atendibles (remediables) en cada caso, y por tanto se orilla la vida. La soledad, el fracaso, el contratiempo, el tedio del día a día se erigieron en dioses mitológicos que requieren no la compasión de la sociedad para desvanecerlos o aliviarlos, sino la predisposición a admitirlos como hecho natural y, por tanto, también como derecho benefactor, está implícito en la palabra eutanasia o ‘buena muerte’.
Es algo que no existía en la historia de Occidente, que es en la que estamos inscritos. Incluso los réquiem –acabo de escuchar el de Verdi, con la prodigiosa soprano japonesa Victoria Yeo, y tengo en mente, claro, ‘Un réquiem alemán’, de Brahms, o la gran ‘Misa
de réquiem’, de Berlioz– son la puerta estrecha abierta a la esperanza, es decir a la vida.
Sin embargo, es difícil precisar cuándo y por qué causas se trivializa la muerte misma: reducirla a cenizas era una metáfora en el poema de Quevedo pero es un hecho significativo en la realidad de ahora. La muerte sin más allá, contra la tendencia más compartida por la humanidad, como concluye su observación vital Ramón y Cajal: la de la inmortalidad. La muerte de las personas, en especial, mientras que se sacraliza –¿el envés de la moneda?– la de los animales irracionales, por ejemplo. Las bandas latinas, y no latinas, son espejo de un clima social, difuminado pero espeso, en el que la vida es un azar sin peso en todo su recorrido y en cualquier momento, presente y futuro. A la condición de suceso en que la identidad y biografía singulares no importan se reducen la pedofilia, en mancha de aceite, o las violaciones grupales: si llega el caso, se mata a la víctima para que no ‘rebulla’, o se la droga previamente para despersonalizarla.
Y en ese umbral reaparece la cuestión del aborto voluntario. Planeta publicó en 1997 un libro de Marías, que hoy recupero, en el que incluye un capítulo medular sobre el aborto que se plantea ahora con virulencia antes desconocida hasta convertirse –constata– en una de las cuestiones más apremiantes en las sociedades occidentales. Marías, discípulo predilecto de Ortega y Gasset, es silenciado por ideologías inyectadas como virus por los poderes públicos. Hoy mismo, en España, antes de la reflexión serena, y sin esperar al dictado del Tribunal Constitucional, se impone desde el poder como hecho un proyecto de ley que, sin legitimarlo, legalizaría casi omnímodamente el aborto (es decir, sin nacimiento, palabra más adecuada que el eufemismo interrupción del embarazo). Y bien, en aquel texto, el filósofo Marías pone a la luz cuestiones inocultables. Comienza situando su reflexión al margen de la religión y de la ciencia, para plantearla desde la biología, universalizándola, pues. Y recuerda que cuando se dice que el feto es ‘parte’ del cuerpo de la madre (femenino, en todo caso) se dice una solemne falsedad porque no es parte, está ‘alojado’ en ella. Tiene sustantividad aunque dependiente de la madre- mujer durante nueve meses, como, en otro grado, la tiene el recién nacido. El feto sí que es titular de derechos irrenunciables por él y por quien tiene la tarea y el compromiso natural de hacerlo viable: no es una cosa, nunca en su trayectoria intrauterina, no es un qué sino un quién, que va desarrollando en lo oscuro su personalidad hacia la luz. Pero admitiendo la tesis extrema de que sí fuese una mera ‘porción’ de la mujer que lo cobija,
a nadie se le permite la mutilación: si yo quiero cortarme una mano de un hachazo, los demás, y a última hora –como siempre– el buen poder público me lo impedirán.
Irrefutable salvo que se admita vivir en una sociedad del todo ‘despiadada’.
Y ese ser diferenciado ha sido instalado voluntaria, aunque sea a veces irresponsablemente, en la matriz (especie de pequeño castillo interior del indefenso) por la conjunción del óvulo y el espermatozoide de dos personas, pues (acto social radical)
precisamente hombre y mujer, de manera que ambos han de participar en el futuro de ese ser que no es en su trayectoria una verruga ni un tumor sino una vida con un porvenir esperanzador y luego una realidad esforzada al menos, aunque le ocurra lo que a Bolívar, según García Márquez, a quien la vida le había enseñado que ningún fracaso iba a ser el último. Espléndida enseñanza del humanismo, por cierto, ya que recuerda las aspiraciones anchas y los límites estrechos de la condición humana.
No se entiende pues, en una comprensión llana, que se afirme dogmáticamente que la mujer tiene derecho a mutilarse o a matar, elijan el verbo adecuado, y menos, como propone la ley inyectada desde el Olimpo del poder insensible a valores, que el aborto
sea un derecho ‘fundamental’ suyo y en exclusiva, a cualquier edad en que pueda concebir. Es, por el contrario, la puerta abierta a la insolidaridad esencial.
Permítanme que exprese mi desconfianza en los ‘intelectualoides en los poderes’. En Holanda, un juez llegó a decir que el feto tenía derecho a no nacer: un absurdo ontológico, una estupidez cruel. En el pueblo de cualquier país, de Holanda y de España,
también y todavía, aunque ahora juegan el partido suicida, volvemos a lo mismo, de ser ‘pioneros’ del desorden humano. Y quizás el pueblo, hastiado de insolidaridad y relativismo, empiece a despertar, como parece estar ocurriendo en Estados Unidos.
¿Será alguna vez este país luminaria real del Occidente que lo concibió, además de su apoyo en terribles ocasiones bélicas, como hoy por desgracia, o meramente su motor económico?
Santiago Arauz de Robles es escritor.