Decía el insigne escritor argentino Ernesto Sábato que “lo esencial en la obra de un creador sale de alguna obsesión de su infancia”. Es por ello que en nada nos debemos extrañar al ver cómo se despliega en Mis dos orillas todo el talento narrativo de su autor, su gran dominio del lenguaje y sus grandes dosis de ingenio, desgranando, desde la infancia, historia tras historia, su trayectoria vital en un universo plagado de costumbres ancestrales ya perdidas. En Mis dos orillas se trazan, se delimitan, tal como ya sucedía en su novela anterior Último curso, las vivencias infantiles en su pueblo natal, Alcoroches, plasmadas con ese mismo espíritu imaginativo y creativo, siempre resaltando de forma patente la proverbial memoria del escritor. Quedan reflejadas en la obra sus vivencias del discurrir cotidiano: el pasado y el presente entretejen una amena, risueña, divertida, pero dura muchas veces, historia personal.
Es nuestro autor un hombre con ideas claras sobre el oficio de escribir: las transmite con nitidez y las contagia con suma facilidad. Tiene cierto olfato especial que le permite resaltar con maestría el poder de la imaginación, siempre en armonía con los hechos reales de aconteceres pasados. Logra establecer una atmósfera emotiva y familiar, y tal vez sea esa su principal virtud.No hay frase alguna en el texto que carezca de eficacia y empuje, ni de cierta dosis de ironía. Un razonamiento oportuno y ajustado sucede en cada capítulo a la cita del personaje ilustre que lo abre. Y, precisamente, merece la pena recalcar esto último, que no sólo no es un detalle kitsch, sino una forma de hilar el inicio y final de cada capítulo, dentro del contexto general de la obra.
Alcoroches es celebrado con amor, con desgarradora nostalgia y con el profundo conocimiento de quien lo ha vivido. Lo dibuja el autor no como un refugio idílico, sino como un punto de observación y de regreso constante-tempusfugit-, pero su pueblo natal siempre sigue ahí como testimonio persistente e imborrable.Ahí vivieron, sufrieron y disfrutaron sus padres, sus abuelos y todos sus ancestros, en esa tierra castigada y dura, cuyo polvo y aroma se le metieron a Juan Emilio en su sangre siendo solo un muchacho, de tal forma que esa tierra se ha adentrado tanto en su vida que la ha convertido en algo propio e inolvidable que siempre lleva en su espíritu y en su corazón. La vieja villa gravita sobre el autor como un tótem del bien, como si fuera un amuleto que le ha acompañado toda su vida y le ha dado amparo y buena suerte. Es el espacio mítico de su niñez y el lugar de sus primeros escarceos amorosos.
Mis dos orillas es, sobre todo y ante todo, un recorrido autobiográfico, un recorrido cronológico de la infancia, la adolescencia y los años de madurez del autor, en un diálogo con sus padres, Eulalia y Jacinto. En esa estructura narrativa discurren las ideas de ciertos aconteceres de su trayectoria vital, en los que se entretejen recuerdos y vivencias de muchos años, pues se narran, con minucioso detalle, extensas descripciones y profundos perfiles, las historias que seguramente a él en su día lo conmovieron. Se describen también los anhelos y los sueños de personajes de su entorno más inmediato: el tío Frutillos, la tía Teodora, el Jeromín, el tío Marchenas y tantos otros.
Configura su pueblo, sus gentes, sus calles, sus entornos en una serie de fotogramas y secuencias, estampas las llama Juan Emilio, en unas andaduras ancladas en su sistema emocional, cerrando así el círculo de su existencia. El autor se sirve del diálogo con su padre y con su madre para contar ciertos aspectos de su vida desde su propio prisma. Y además todo esto le sirve para enlazar con disquisiciones filosóficas propias. La muerte (“morirse es triste, es lo peor, porque lo diga quien lo diga es el final del camino…”) es parte de la vida y no podía estar ausente aquí: la de su madre, la de su tío Angelillo y la de todos aquellos que sucumbieron a la implacable pandemia que ha azotado al mundo. Vivir supone pagar el peaje de ver morir a tus padres y a muchas personas queridas.
Sin duda, Mis dos orillas refleja al muchacho que fue el autor y al hombre que es ahora, que desde su yo actual reflexiona cómo la vida es puro azar y puro movimiento. Cuenta en un pasaje cómo un amigo de la familia, el tío Guillermo de Setiles, intentó convencer a su padre, Jacinto, para que emigrara a Sabadell porque así le iría mejor a la familia y el hijo podría estudiar. Todo fue en vano porque Jacinto se cerró en banda ya que nunca le sedujeron las luces de la ciudad y, según comenta el autor, fue “detalle que pudo cambiar la vida entera de la familia”. ¿Se preguntaría alguna vez Jacinto, en vista de los acontecimientos posteriores y de cómo se desarrolló su vida en el pueblo, si su decisión fue acertada? No cabe ninguna duda de que, si la familia hubiera emigrado, como muchas otras lo hicieron, su vida hubiera cambiado, aunque no se sabe si a mejor o a peor. ¿Cómo saberlo? Jacinto fue uno de los que permanecieron en su pueblo natal y, soslayando cierto sentimiento de tradición, no tuvo la necesidad de emigrar. Se le podía encuadrar en el grupo de los “inarrancables”, aquellos que no salen de su terruño porque forman parte de él. En los años de la infancia del autor, en la década de los sesenta del siglo pasado, el éxodo de las zonas rurales a las ciudades fue un fenómeno social muy generalizado que dejó a los pueblos sin gente. No fue un éxodo como otro cualquiera, fue una estampida general, y los pocos que permanecieron en su tierra tal vez lo hicieran porque no tenían ya edad, ni fuerza, ni tiempo, para comenzar de nuevo.
Describe el autor alcorochano momentos entrañables y añorados, costumbres ya perdidas y sutiles sentimientos de todo cuanto surgió del latido sempiterno de su querido pueblo: los trabajos veraniegos de la trilla y de la siega, los trasiegos y avatares de la matanza, las fiestas patronales en honor a San Timoteo (rememorando a los músicos de Villarquemado), los encuentros de vecinos en las tareas comunales denominadas“zofras”, las reuniones de familiares y amigos en las comuniones, bodas y bautizos, muy diferentes a las de ahora, las juergas en la época adolescente trasegando cubalibres en la discoteca La Risca y todo un laberinto de hechos y relaciones que ya pasaron, de los que guarda un grato recuerdo.
Retrata a la perfección la vida en aquellos años de escasez en una casa familiar de origen humilde, con una economía básicamente de subsistencia. Las dificultades económicas eran constantes en aquellos tiempos del maldito franquismo, pero se seguía la máxima de Roosevelt “haz lo que puedas, con lo que tengas, donde estés”. Dentro del grupo familiar se hacían verdaderas maravillas en cuanto a la asignación de los recursos, que siempre andaban escasos: la costumbre de pasar la trasnochada en la casa de los vecinos no sólo propiciaba una agradable tertulia, sino que ahorraba, además, luz y leña. La anécdota del estañador que le pide a Eulalia cuatrocientas pesetas por el arreglo de la caldera redunda en el tema de la limitación de recursos- no se las va a pagar, manifiesta la madre del autor, puesto que ni las tiene ni se las espera. Juan Emilio, por su parte, asegura que sus primeros libros de lectura fueron las inscripciones de una lata vacía de aceite Carbonell que su madre utilizaba para calentar la comida de los cerdos en la cocinilla. Como dice el autor,”afortunadamente los tiempos han cambiado para bien”.
Muchas veces no se trata de tener mucho o poco, sino de cómo se usa lo que uno tiene, y eso es precisamente lo que marca la diferencia. En esto, indudablemente nuestras madres eran verdaderas expertas. Nuestros progenitores hicieron verdaderos esfuerzos para sacar a sus hijos adelante en aquellos tiempos difíciles, de pocas ayudas, sin subsidios, sin paro, ni créditos, pasando privaciones e incomodidades. Lucharon para que sus hijos no sufrieran las vicisitudes que sufrieron ellos. Es conveniente no olvidarlo: la base de lo que hemos logrado en lo personal y en lo laboral deriva en parte de ese gran esfuerzo que realizaron nuestros padres.
La variable de la evolución del tiempo está muy presente en todo el desarrollo del texto, envuelta en un halo de poesía. “Esa placeta, ese acogedor rinconcito, que tantas historias vivió, llegó a ver con sus propios ojos cómo los años no perdonan a nadie […] Cómo pasa el tiempo y cómo pasan las gentes, aunque hay recuerdos, hay amistades que ni el tiempo puede con ellas […] ¡Qué lentos corrían los minutos en esas inacabables, imperecederas, eternas noches invernales! […] ¡Cuántas cosas han arramblado las nuevas tecnologías generadas con el paso del tiempo!”. Los saltos al pasado, salpicados de nostalgia y apego, son constantes y muy enriquecedores.
Mis dos orillas resulta altamente estimulante e invita al lector a devorar las páginas de una narración memorable de carácter costumbrista y rural, con un lenguaje a veces totalmente localista que causará desconcierto a los lectores no familiarizados con el tiempo y el lugar, motivo por el cual aparece al final del texto un glosario de todos aquellos términos no usuales en el vocabulario de uso corriente. También vislumbrará el lector dichos muy pegados al terruño, en el uso y arbitrio de los hablantes de la zona, alejados de los códigos básicos del diccionario y la gramática, pero muy propios del habla coloquial: “hay que comer sin conocimiento, pero trabajar con él”, “al tío Frutillos siempre le dio lo mismo decir ‘so’ que ‘arre’, “al trabajo de la casa le hace ‘fu’ en cuanto se le presenta oportunidad favorable”… Igualmente se podrá observar que, para la denominación de cualquier persona, el nombre o apodo viene precedido por el artículo “el” o “la” seguido de “tío” o “tía” sin significar parentesco alguno. Es una forma de hablar muy peculiar y muy arraigada en todos los pueblos de la comarca de Molina de Aragón.
En otro de los pasajes del texto se trata el tema de las fuerzas vivas del pueblo, lo que el autor denomina la “Santísima Trinidad”: el médico, el cura y la guardia civil. Se podría añadir el alcalde, el maestro y el secretario. Dice el autor: “Cómo hablar de estampas cotidianas sin dedicarles, al menos, un capítulo”. Todo cuanto acontecía en aquellos pueblos diminutos y aislados de la comarca de Molina de Aragón pivotaba alrededor de ellas. Nunca se le olvidará a este humilde prologuista, aprendiz de plumilla, aquello que le cantaba su abuela en su más tierna infancia:“Mañana me voy de caza con el morral del alcalde, el burro del secretario y la perra de su madre”.Casi todos los que tenemos un origen rural conocemos por nosotros mismos que en todos los municipios siempre hubo víctimas inocentes de ese poder local con añadidos de despotismo, como fue el caso de los abortos indeseados de la madre de Juan Emilio, provocados por una mala praxis médica. En los momentos actuales esas fuerzas vivas no tienen tanto poder, pero, aun así, se les sigue rindiendo pleitesía, a veces inmerecidamente.No es el caso del maestro de primaria, José Antonio Tercero, que realizó una labor encomiable y al que el autor ensalza con cariñoso y sincero agradecimiento.
Juan Emilio echa la vista atrás y siente la necesidad de contar el proceso y evolución de su vida, y plasma negro sobre blanco los recuerdos de su trayectoria existencial como si fuera una especie de grabación de video de eventos del pasado. Es normal que las personas hagan balance de su vida, pues somos el cómputo de lo vivido desde que nacemos, y las determinaciones tomadas en el pasado van configurando lo que somos en el presente. Somos quienes somos hoy por las cosas que nos ha tocado afrontar.
Como el individuo no funciona aisladamente, la contextualización de los años vividos conforma no sólo un balance individual sino generacional. Cualquier persona, nacida a mitad del siglo pasado y que haya vivido en el mundo rural, se sentirá identificada con los recuerdos que se narran en este texto.Extraordinarios recuerdos que hunden sus raíces en las experiencias más tempranas; que aportan lecciones de dignidad; que son un registro completo de las vivencias del autor, de su orgullo y de su honestidad; que le hacen muy difícil el olvido y que le imposibilitan abjurar de su origen. Recuerdos, todos ellos, que conforman un paisaje de impresiones, de vivencias y de sensaciones; que son una lenta epifanía de sentimientos dormidos que seguramente surgen más del corazón que del cerebro y que se circunscriben al imaginario colectivo de la apartada y solitaria villa alcorochana. Que son, sin tapujos ni ambages, todo un muestrario de vida que se fue, todo un mundo de vastas emociones y de pensamientos imperfectos que no deben dejarse naufragar en las aguas del olvido.
Parafraseando a Miguel Delibes, podríamos decir que “las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y sin embargo sucedieron así”. Exactamente como Juan Emilio nos las cuenta, que“no es moco de pavo”.
JOSÉ RAMIRO GARCÍA.