A caballo viejo, poco verde

Hay pérdidas que son irreparables, como lo fue en su día la caída del nido de la cigüeña a causa de una gran ventolera. A lo largo de décadas se habían ido acumulando, rama a rama, cientos de kilos de leña, conformando un enorme nido que servía a su vez para que en sus innumerables recovecos anidasen decenas de gurriatos y estorninos. Todo se vino abajo, dejando el desmochado torreón desnudo del más atractivo de sus adornos, en un día en el que volaban las bocatejas y los aleros de los tejados a consecuencia del vendaval que desgajó grandes ramas de los viejos chopos del royo y de los olmos de los Serrenes. Nos habíamos acostumbrado a que cada año, en torno a San Blas, como señala el refrán, hiciera su aparición una pareja de cigüeñas, quienes se afanaban en renovar el nido añadiendo nuevas ramas a su ya de por sí voluminosa morada. Nos gustaba oír su crotoreo, ese golpeteo del pico que al abrirlo y cerrarlo rápidamente sonaba como cuando a nosotros nos castañeaban los dientes por el frío, pero mucho más sonora y estrepitosamente. Desde que los polluelos rompían el cascarón hacíamos el seguimiento de su crecimiento, observábamos cómo les llevaban ranas y culebras al nido sus progenitores y mirábamos expectantes sus ensayos de aleteo preparatorios para iniciarse en el vuelo. Un cigüeño de aquellos, que ya estaba avezado en el arte de volar y realizaba largas escapadas desde el torreón, calculó mal la trayectoria en una de sus maniobras y fue a dar en un cable de la luz, cayendo con el ala dañada a un corral de la calle Mayor. La dueña de la propiedad le curó la herida aplicando los sabios remedios ancestrales de nuestras abuelas y el cigüeño se paseaba majestuoso y altanero por el espacio que mediaba desde la puerta de la casa de su benefactora hasta la que daba salida desde el corral a la calle. Allí, asomados por encima de la pared, nos congregábamos los chavales y durante varios días fuimos siguiendo la evolución de la convalecencia de aquel precioso animal hasta que, sin previo aviso, empezó a agitar las alas y planeando sobre nuestras cabezas emprendió de nuevo el vuelo de regreso al nido familiar en lo más alto de torreón. Nunca antes habíamos contemplado desde tan cerca una cigüeña y por ello nos sorprendió su envergadura, mucho mayor de lo que aparentaban cuando las observábamos en lo alto del nido o surcando el aire.

Tampoco los buitres parecían tan grandes cuando los veíamos planeando en el cielo, mientras que en las distancias cortas resultaban impresionantes y hasta nos llegaban a asustar en las ocasiones en que nos acercábamos a observarlos mientras devoraban las ovejas, gorrinos y mulas que cuando se morían eran arrojados en un barranco, siempre el mismo, en el que abundaban por ello restos de antiguas osamentas. El primer día las aves carroñeras atacaban el cuerpo del animal muerto empezando por las partes más blandas de su anatomía, pero al cabo de una semana apenas era reconocible el esqueleto desmembrado, de cuyos restos se encargaban los cuervos y las urracas, que repelaban meticulosamente hasta el hueso más difícil.

A las mulas les teníamos cariño como animales domésticos que vivían dentro de casa y resultaban imprescindibles en casi todas las tareas del campo, por eso cuando empezaron a ser reemplazadas por los primeros tractores se notaba el apego sentimental de toda la familia a la hora de venderlas. Quienes llegaron tarde a la mecanización porque por edad estaban cerca de la jubilación siguieron unos años más con el macho y la mula, negándose incluso a desprenderse de ellos cuando dejaron de estar en activo sus dueños. No cabe duda de que a las caballerías se las puede llegar a querer de tal modo que, a pesar de sus defectos, no se cambiarían por las del vecino, por mejores que sean. Don Quijote tenía en tanta estima a Rocinante, un saco de piel y huesos, que lo consideraba mejor montura que los famosos Babieca, del Cid, y Bucéfalo, de Alejandro Magno. Por su parte, Sancho Panza, para no ofender a su cabalgadura no le llama en ningún momento burro, refiriéndose siempre a él como el rucio, en alusión al color de su pelo. Y cuando advierte que se lo han robado lo llora amargamente, llamándole, entre otras cosas, «hijo de mis entrañas».

Sin llegar a esos extremos novelescos, en La Yunta vivió y trabajó Gabino, un macho que por su edad estaba rebajado de las tareas más duras del campo, pero seguía morando en la misma casa donde durante tantos años había servido fiel y dócilmente. Cayó enfermo y del lugar en el que se desplomó no hubo forma de levantarlo, sentenciando el veterinario que había llegado su postrera hora. No se resignaron a tan radical veredicto sus dueños, a pesar de la edad del manso animal y, convencidos de que mientras hay vida hay esperanza, le dispensaron toda clase de cuidados, dispuestos a intentar que sanase o, en el peor de los casos, que su despedida de este mundo fuese lo más dulce posible. Lo cubrieron con una manta y le hacían ingerir cada día una especie de sopas o gachas que su dueña le preparaba, tras lo cual le practicaba friegas en la barriga durante un buen rato. Finalmente, agradecido Gabino a la infinita paciencia, cariño y cuidados como le procuraban para que se restableciera, no se dejó morir para no contrariar a sus amos.

José Antonio Floría Martínez
Del libro de relatos «ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL SUELO»

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