Cuando se trata de “la trashumancia”, ese trasiego de animales de las montañas del norte a las dehesas del sur, todos sabemos algunas cosas debido a la importancia que esa serenata de pezuñas y cencerros tuvo en España. Porque trashumancia ha habido en todos los países, pero en ninguno gozó de nuestra organización. Sabemos que los caminos por donde se deslizaban todas las primaveras y otoños hasta cinco millones de merinas ocupaban 425.000 hectáreas de superficie y 125.000 kms. lineales, ¡una barbaridad!; que allá por 1276, tiempos de Alfonso el Sabio, ganaderos y pastores constituyeron un eficiente sindicato conocido como La Mesta; y que durante siglos esa actividad constituyó la espina dorsal de la economía española y, por eso, obtuvo privilegios que ocasionaron no pocos conflictos en el agro español.
Los que vivimos los estertores de esa actividad ancestral sabemos de su importancia por vías más discretas. Por las veces que tuvimos que escuchar, durante la infancia y la adolescencia, la palabra ” v-e-r-e-d-a”, estamos seguros de que esos serían cinco de los primeros sonidos que nos despertaron a la vida. Nuestra primera geografía no la constituían los pueblos del entorno sino nombres de lugares lejanos: La Carolina, Vilches, Linares, siempre percibidos, en nuestro magín infantil, como la tierra de jauja. Y, ya talluditos, a nuestros caletres llegaron pesquisas de que los hijos de los pastores, hermanos, primos y amigos, todos cumplíamos años en los mismos meses, porque….”la mujer pastoril, en marzo, mayo o abril”.
Conocimos la euforia de nuestros pueblos en los meses de mayo y junio con la llegada de los rebaños. Percibíamos que la cabrada del pueblo se acrecentaba grandemente con las cabras trashumantes que venían a proveer de leche nuestras casas. Cabe imaginar la alegría de tenderos, panaderos y carniceros, que después de siete u ocho meses de apuntes en libretas y tarjas, podían ver la luz en sus cuentas. Eso sí, si el año había sido bueno; si no, a seguir fiando. Con cuanto desvelo se vivía en los pueblos la llegada de noticias adversas desde Andalucía o la Alcudia, sobre todo si, por motivos climáticos, había que ir matando los corderos tras nacer, para que las ovejas pudiesen criar el vellón de lana.
Los esquileos en los meses de mayo y junio eran los centros del resurgir de la vida en los pueblos pastoriles. ¡Qué trajín de animales, sacos de lana rodando por todas partes hacia las laneras, de meriendas familiares, aguardiente y pulgas! Tras los jolgorios de San Juan y San Pedro los pueblos entraban en el largo sestero del verano hasta que, al llegar el otoño, comenzaban a resonar por todas partes los cencerros de los rezagos. Y pronto los cielos amenazarían con señales de que había que volver a preparar todos los avíos para el inminente viaje, como así había sucedido durante cientos y cientos de años. Quedaban los pueblos sumergidos en un silencioso y abnegado matriarcado que nos hizo comprender que tan esforzado era criar hijos como criar corderos para criar hijos.
De aquel mundo, que ya palpamos en franca decadencia, nos rescataron maestros y curas. Algunas reliquias para la febril afición a la etnología quedan alojadas en los museos de la trashumancia que pululan por doquier, donde hemos podido contemplar, en alguno de ellos, la reproducción de pastores de aspecto simplón, apocado y de pocas luces, que nada tienen que ver con los hombres valientes y recios, de carácter sereno, capaces de soportar todos los años dos agotadoras caminatas atravesando España, bajo la lluvia, el frío, el sol, dormir al raso, la separación de sus familias, la soledad y los peligros. Hombres con conocimientos de escritura y cuentas, de zootecnia, enfermedades y meteorología, necesarios para administrar, en condiciones difíciles, grandes rebaños.
Muchos pueblos del Señorío de Molina, sobre todo los de la sierra, tuvieron su principal motor económico en la trashumancia. Algunos llegaron a mantener en sus agostaderos hasta cuarenta mil cabezas de ganado. Y en el pasado, los paños de Molina eran muy valorados por los comerciantes extranjeros que acudían a las grandes ferias de Medina del Campo y otras.
Dejando al lado melancolías y nostalgias, el mundo da muchas vueltas. Y la trashumancia nos ha dejado un patrimonio cultural y unas estructuras pecuarias de gran atractivo económico. Su recuperación no necesitaría, desde luego, las ingentes cantidades de dinero que los países desarrollados destinan a mantener la agricultura. Sin embargo, posibilitaría la necesaria revitalización de espacios ecológicos de gran diversidad biológica, y satisfaría la demanda, cada vez mayor en nuestro mundo, de productos de alta calidad y de necesidades turísticas.
Ahora bien, no sé si nuestra sociedad, enclenque y de pensamientos, a veces, disparatados y absurdos pisaría con dignidad sobre las huellas que han dejado “esos héroes anónimos que atravesaban montañas”.
Juan Arrazola