Se define la cultura rural como los diferentes modos de expresión económica y social de territorios de escasa densidad poblacional, de limitado tamaño (hasta 10.000 habitantes), con núcleos de población compactos dedicados fundamentalmente a ocupaciones agrícolas y ganaderas, con unas costumbres, un ritmo lento y pausado, y un modo propio y peculiar de vivir. Esta disposición está presente en la cotidianidad de quien ha nacido y vivido en entornos rurales y se halla profundamente enraizada en lo que somos, pues imprime su propia personalidad e idiosincrasia, con una escala de valores y creencias que se distinguen y contrastan claramente con la cultura urbana.
La cultura urbana es una forma de expresión identitaria que se asienta en las ciudades, que tiende a homogeneizarse en el contexto global, de vidas más independientes, más individualistas y más anónimas, con unas formas especificas y físicas de poblamiento y organización espacial, modelada y condicionada por la estructura social, vinculada a grandes acumulaciones de capital, imprescindibles para el desarrollo y ampliación de la urbe. Este entorno es un maremágnum de personas, de cosas, de intereses de todo género, una heterogeneidad compartida de multiculturalidad que funciona de forma colectiva y que sirve para fomentar el vigor y la vida de la ciudad.
La cultura urbana representa una forma de vida caracterizada por su complejidad estructural, pues tiene una mayor heterogeneidad económica, social, política, religiosa y tecnológica en ese laberinto de un presente impreciso que hace que se mueva en unas coordenadas distintas a las que se mueve la cultura rural.
Una persona que vive en el mundo rural habla de una determinada manera, se viste de una forma concreta, se comporta socialmente en un estilo normalmente sencillo; tiene un modo de vivir específico, conforme a los usos y costumbres del medio en que se desenvuelve, que designa aquello que le es propio y está vinculado a su pueblo. Muy diferente a lo que se palpa en las grandes ciudades por la heterogeneidad existente y por el gran aluvión de personas que las conforman, que hacen que los vínculos interpersonales sean mucho menos directos que en la cultura rural, donde los hombres y mujeres interaccionan con más asiduidad, donde todos se conocen y se saludan. En un pueblo, saludarse por la calle es habitual, lo contrario se interpreta como un signo de desprecio y descortesía, mientras en una gran ciudad es muy corriente no saber quiénes son tus propios vecinos. Tanto el campo como la ciudad acuñan culturas propias y especificas diferentes que son, en definitiva, dos formas distintas de entender y vivir la vida. Esas culturas son actitudes y valores ante la vida que se imponen como itinerario de obligado cumplimiento, que debemos reconocer, respetar, proteger, y, por supuesto, agradecer, que mantiene viva el alma de los pueblos para acercar generaciones y tender puentes.
La mayor heterogeneidad económica de las ciudades se traduce en la existencia de servicios altamente especializados y cualificados, acogidos a las economías de escala, siendo estos servicios de naturaleza asistencial, financiera, profesional o de cualquier otro tipo. Al mismo tiempo, las élites económicas, políticas, culturales e intelectuales, aposentadas siempre en las grandes urbes son las que dictan desde el Poder los designios y horizontes del país, que marcan la pauta de la moda, de la política y la cultura, factores que forjan el tipo de convivencia humana en sus distintas variantes, subordinando siempre lo rural a lo urbano. Es inimaginable un escenario con las grandes fortunas de la nación y las élites del Poder viviendo en El Pobo de Dueñas, Piqueras, Castellar de La Muela, Alcoroches, Corduente o Prados Redondos, lugares pertenecientes al territorio nacional, que no importan. Cuando desde la Consejería de Sanidad de la Junta de Castilla La Mancha se intentó cerrar el servicio sanitario de ciertos ambulatorios de la comunidad autónoma en horario nocturno, le oí expresar de forma inteligente a una señora de mi pueblo: “sí Cospedal durmiera sólo una noche en Piqueras, posiblemente pensara de otra manera y estos cierres no se producirían”. La forma de pensar y de vivir está en función del medio y el ambiente donde uno se ha desenvuelto mayormente, y es como si el comportamiento humano estuviera adaptado al territorio y al entorno social que conlleva el mismo, pues la gente se mantiene leal a su tribu. El origen marca de forma indeleble una arqueología emocional que a ratos ilumina y a ratos hace insufribles nuestros días. Por él siempre miramos con melancolía los tiempos pasados y las arraigadas tradiciones de larga data.
Albert Camus en su primer libro El revés y el derecho describe con gran maestría el apego y cariño por el mundo en que transcurrió su niñez, cuyo recuerdo siempre le amparó y fue determinante en su forma de actuar a lo largo de su vida, y afirma que “el sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”. Esa luz de la infancia como manantial de fuerza e imaginación, que luego es concluyente en la vida posterior, es muy distinta en un medio rural y en un medio urbano.
Cualquier chaval que haya vivido su infancia en el medio rural , como es mi caso, siempre tendrá una serie de vivencias y experiencias que le acompañarán toda su vida, que habrán forjado su propia personalidad y habrán sido decisivas en su acontecer diario; por algo decía Rilke que la infancia es nuestra patria. Patria en el sentido de la tierra propia, la patria chica, bajo el recuerdo de unos tiempos pasados, lugar donde están enterrados nuestros ancestros, como un espacio original imaginario al que muchos quisiéramos volver cuando todo se nos pone en contra.
Ninguna persona que haya vivido en la segunda mitad del siglo pasado en un diminuto pueblo de la España interior no podrá olvidar la experiencia de salir de la escuela primaria, coger el bocadillo y escapar corriendo en grupos bulliciosos de amigos al encuentro con la naturaleza — lo opuesto a la dictadura de las pantallas de los aparatos electrónicos actuales, que son incompatibles con la movilidad, y que se han convertido en elementos clave de los jóvenes y menos jóvenes de hoy. Tampoco se olvidará quien vivió aquellos tiempos del acarreo del agua de la fuente a la casa familiar en botijas, cantaros y calderos de cinc. Habrá visto a su madre hacer la matanza del cerdo, lavar en el lavadero municipal, hacer jerséis de lana; habrá ayudado a su padre en las faenas del campo y habrá ido a muy temprana edad a las fiestas de los pueblos cercanos y habrá vuelto de madrugada. Incluso habrá visto a su madre amasar el pan en su propia casa y a su padre, matar un cordero, que en las fiestas patronales se compartía con allegados y familiares. Habrá visto segar, trillar, acarrear y sembrar con caballerías. Habrá visto hacer leña en el monte para calentar lumbre en las cocinas en los fríos y largos inviernos. Habrá visto las ovejas agitando los cencerros, viniendo a la llamada del pastor. Habrá visto la leche de cabra recién ordeñada y hervida. Habrá oído palabras que no se oyen en las ciudades. En fin, todo un conjunto de vivencias, historias e imágenes como si de fotografía se tratara, que ese chaval rural mantendrá en su retina mientras viva, y que serían muy distintas sí hubiera permanecido en una ciudad, y por supuesto tendrá otro pensar y su escala de valores será muy diferente. Esas vivencias e historias determinaron su forma de ver el mundo porque durante mucho tiempo fue el material con el que nutrió su mente y configuró su ADN convivencial. Seguramente todos tengamos un gran archivo de los recuerdos de nuestra niñez que de vez en cuando afloran a la superficie porque los momentos y los hechos adquieren importancia y notoriedad en tanto en cuanto son recordados. En el atardecer de la existencia se aparca el recuerdo de lo inmediato y aparece una nueva mirada, un reencuentro con nuestras raíces y una reinterpretación de nuestros orígenes y de nuestros sueños.
No se ven las cosas igual desde un diminuto pueblo de nuestra comarca Molina de Aragón que desde el acomodado barrio Salamanca de Madrid porque el estilo de personalidad que individualmente se nos va configurando con las vivencias de la infancia y los modelos de aprendizaje dependen fundamentalmente del medio social en que se desarrollan. Nuestra forma de pensar, de vivir, de comportarnos, y nuestro propio discurso viene muy condicionado por el origen, por el territorio, por la raíz, por la educación recibida, por la clase social a la que uno pertenece, y en definitiva por nuestra propia biografía. Dime de dónde eres y te diré quién eres.
La subordinación de la cultura rural a la cultura urbana es un hecho mediatizado por lo económico constantemente repetido a lo largo de la historia. El inicio de la industrialización del país es el momento en el cual se conformaron y afianzaron con fuerza las ciudades, y es en las ciudades donde se instala el Poder y éste no es neutro, es el que asigna los recursos públicos en el territorio e indirectamente los privados, y al ser las zonas urbanas las más desarrolladas, es en éstas donde el Estado más recursos públicos aporta, lo cual genera más trabajo y más riqueza, y allí donde hay trabajo y riqueza va la gente. Este fenómeno determina que cada día que pasa la población sea más urbana, y de ahí la preponderancia de un tipo de cultura sobre la otra. La insuficiente industrialización en el mundo rural ha yugulado de por vida la prosperidad económica en los pueblos del interior peninsular, contribuyendo de forma decisiva al proceso de despoblamiento actual y a la decadencia experimentada a la sazón, afectando negativamente al afianzamiento y asentamiento de la cultura rural. Hoy en día, más del 60% de la población mundial vive en ciudades, y en los últimos setenta años el mundo se ha urbanizado muy rápidamente.
Durante mucho tiempo lo rural y sus habitantes han estado marginados de los grandes centros de negocios, y no han formado parte de los aparatos de influencia y toma de decisiones, asignándoles roles sociales que señalan deficiencia, subordinación, atraso, ineptitud, incomunicación y desconocimiento. Sería bueno que hubiera un equilibrio entre los entornos urbanos y rurales, pues solo de ese modo se alcanzaría una mayor sostenibilidad para todas las partes.
Es en las grandes ciudades donde se concentra la mayor parte de la actividad económica, política y cultural de cualquier país, siendo el desarrollo de las urbes y la urbanización creciente uno de los hitos más sorprendentes de los tiempos actuales, que han afectado profundamente todos los semblantes de la vida social y han acentuado el papel de las ciudades como elementos dominantes de nuestra civilización. En Europa más del 80% vive en ciudades y esta población conforma los motores económicos, políticos y sociales fundamentales para la implantación de políticas públicas que forjan sinergias de identidad cultural, imprescindibles para la resolución mancomunada de problemas comunes.
Tanto el cine como la literatura han puesto de relieve ese gran contraste entre lo urbano y lo rural, resaltando la superioridad del primero e incluso ridiculizando y caricaturizando lo segundo. En la España de los sesenta las capas urbanas pudientes perciben los gozos de un recién inaugurado consumismo, desarrollando nuevas actitudes y adoptando nuevos valores hacia la vida. A los pueblos ese consumismo vino más tarde y no con la misma significación. Esa etapa de desarrollo era “el milagro español”, con apartamentos de torres altas, discotecas, restaurantes de lujo, vacaciones en el mar, el Seat seiscientos. Eran las nuevas realidades que las películas de cine de la época exageraban. Los hitos de la nueva situación, totalmente urbanos, eran el turismo, el urbanismo, el NODO, la televisión y la propaganda del régimen, que simbolizaban el progreso y el bienestar, en contraste con el poco saber hacer del paleto paseándose por el centro de Madrid con los pollos debajo del brazo, con la boina negra calada, tipo Paco Martínez Soria, bajo el eslogan, “la ciudad no es para mí”.
En la película Los Golfos en 1959 de Carlos Saura, hay una imagen muy elocuente que pone de manifiesto la supuesta inferioridad del emigrante del pueblo, así como el desaliento de una realidad que le resulta totalmente ajena: un joven recién llegado a la ciudad, apoyado en un poste, al atardecer, con Madrid al fondo, exclama “es difícil llegar a ser alguien aquí”.
Surcos, película de 1951, dirigida por José Antonio Nieves Conde, considerada por la crítica una de las mejores muestras fílmicas que ha dado el cine español, presenta las dificultades de aclimatación a la ciudad de los labriegos de aquella época en el contexto del éxodo rural imperante en aquellos años. La familia Pérez, que había emigrado con todos sus miembros a la capital del Reino, “desertores del arado” y ávidos de futuro, ante un proceso continuo de inadaptación urbano, deciden volver a su lugar de origen con gran vergüenza y la hija, ya en la última escena de la película, exclama: “Volvemos para que la gente se ría de nosotros”. Tuvieron que acorazar sus corazones para soportar la humillación del retorno, cargando sobre sus espaldas las flores marchitas del fracaso porque el dinero siempre les huía. Habían sido pobres toda la vida, y eran muy conscientes de que lo seguirían siendo en medio de una indescifrable tristeza, aún cuando la profunda miseria no siempre es el principal desencadenante del sufrimiento humano. El argumento de la película es una muestra más de esa dicotomía rural y urbana que aparece como una constante en la historia de nuestro país.
También es verdad que con el paso del tiempo las zonas rurales agrandaron el campo de sus posibilidades y empezaron a ser visibles no solo como encadenamientos esenciales de la economía, sino también como agregados culturales insoslayables a tener en cuenta por la tradición que representan, pero siempre supeditados a los imperativos de la cultura urbana. En las zonas rurales se ha producido un proceso de modernización y en algunos casos con cautivadora creatividad y pertinente innovación. En los pueblos hay una mayor integración familiar, un mayor sentimiento de arraigo y una relación entre las personas más humana; se genera una identidad cultural propia y una característica vinculada al territorio muy ausente en las hiperconcentraciones urbanas, donde siempre sobrevuela la sombra de la deshumanización, donde las gentes que las habitan ya no se conocen ni se comunican, sino que viven y resuelven de forma aislada los problemas comunes, lo que contribuye al debilitamiento del tejido social.
Tanto las ciudades como los pueblos, como cualquier espacio habitacional son frentes culturales en su lucha por definir lo que les es común. Se van configurando, van tomando protagonismo y se van haciendo a través de la vida en ellos con un espíritu propio, con una clara voluntad de construcción de una cultura propia. Las maneras en cómo nos vinculamos, nos relacionamos o nos incluimos en el espacio que habitamos se vinculan con el apego al lugar. Las relaciones sociales son determinantes en las orientaciones y simbolismos culturales que predominan en función de la diversidad de miradas y de registros asentados en el territorio.
La cultura es también reconocer y respetar otros modos de vida, otros valores y pautas de relación, siendo la cultura rural tan respetable como cualquier otra, sin embargo, conforme se avanza en el tiempo las zonas rurales caen en los modos y hábitos del mundo urbano por el proceso de homogeneización de la globalización y el avance tecnológico; lo ideal sería que cada mundo conservara su propia identidad, su propia autoestima, su propio desarrollo, dentro de un modelo sostenible y creativo, que mantuviera altos índices de bienestar y avance social, que favoreciera y atendiera la demanda de todos los individuos, sin tópicos preconcebidos, para construir un país más inclusivo, pues buscamos una sociedad diversa que nos incluya a todos.
Es fundamental que la cultura rural sea potenciada con un más que digno destino porque invertir en cultura es hacerlo en desarrollo. En la cultura de los pueblos se concentran años de sabiduría que contestan a muchos de los interrogantes actuales, nos transmiten sentido de identidad y nos enseñan a afrontar retos de futuro.
JOSÉ RAMIRO GARCÍA.
Perla Díez Arcos
3 Mar 2023Entendemos muy bien tu reflexión, los que tenemos la doble cultura rural-urbana.