Desde hace más de setenta años no ha dejado de aumentar la sangría poblacional en los territorios rurales del interior peninsular, creándose enormes aglomeraciones urbanas en las grandes ciudades y configurando un nuevo modelo económico, social y demográfico en España. Una de las consecuencias ha sido el decrecimiento del sector primario en la composición del PIB, y una menor tasa de población activa dedicada a la agricultura y ganadería.
Lo precario de la economía agraria, la ausencia de industrialización, y la falta de oportunidades en el medio rural están contribuyendo de forma decisiva a que el éxodo no pare, aunque en las últimas décadas es un proceso mucho más lento porque apenas ha quedado gente en las zonas deprimidas. Desde hace mucho tiempo se han ignorado los intereses del campo.
Entre 1960 y 1980 los pueblos españoles perdieron en conjunto el 23% de su población mientras las ciudades ganaban un 60%, lo que supone un proceso abocado a un lento declive, particularmente en los territorios con menor densidad poblacional que en muchos casos, tiene carácter irreversible. Se ha configurado un modelo dual poblacional con grandes ciudades congestionadas y contaminadas, frente a muchos pueblos con niveles de gran insostenibilidad demográfica. El abandono y la desmemoria han dejado su huella en las zonas rurales más recónditas.
Aunque los movimientos migratorios son consustanciales con la historia de la humanidad, hay una serie de hechos históricos con trascendencia económica que han tenido una influencia decisiva en la conformación de la estructura y distribución de la población dentro del territorio nacional en su forma actual:
- El reparto de tierras tras la Reconquista destinado a la repoblación de los territorios en base a privilegios, fueros y cartas pueblas que los reyes conceden a los nuevos lugares.
- El asentamiento de la población durante la Edad Media, con un crecimiento demográfico importante (detenido en el siglo XIV por la peste negra y las malas cosechas).
- El enfrentamiento entre ganaderos y agricultores en el reino de Castilla, cuyo máximo exponente se refleja en los privilegios de la Mesta que se abolió en 1836, fecha a partir de la cual se da prioridad a los intereses agrícolas frente a los pecuarios, dando comienzo el declive de la ganadería.
- Durante el siglo XX, la crisis económica de 1929, la guerra civil, la política económica autárquica de la posguerra y, muy principalmente, las medidas adoptadas en el Plan de Estabilización de 1959 llevadas a cabo por los tecnócratas del Opus Dei, la crisis del petróleo de 1973 y, finalmente, la incorporación de España a la Unión Europea.
Hasta la segunda mitad del siglo XX España fue, con 27,000.000 de habitantes, un país eminentemente agrícola. La población rural hasta dicha fecha fue manteniéndose porque el proceso de industrialización hasta entonces no era suficiente para absorber la población campesina, con un sector primario muy deficiente, que era incapaz de mantener un crecimiento poblacional sostenido, pues la escasez de grano ha sido uno de los problemas crónicos de nuestra economía hasta periodos muy recientes. En 1950 el sector agrario ocupaba al 50% de población activa, cuando en estos momentos no llega al 5%. En la década de los cincuenta el desarrollo económico de España era progresivo pero muy lento y muy moderado, y con anterioridad, antes de 1950, el avance industrial fue prácticamente inexistente.
La política económica autárquica de la posguerra fue un autentico desastre, pues el nivel de renta per cápita alcanzado en 1953 era parecido al de 1935. Era un modelo antiliberal, de hondo carácter intervencionista, donde el Estado era el eje de la actividad económica, con una falta de fe total en el mercado como mecanismo de asignación de recursos, con sumisión de lo económico a lo político, que alimentó infinitas páginas de disposiciones oficiales en el Boletín Oficial del Estado, bajo una corrupción generalizada y un mercado negro que huía de las transacciones en un ámbito oficial regulado. Fueron los años del hambre en aquella España todavía traumatizada por la contienda civil, con un acceso a los alimentos muy deficiente que las cartillas de racionamiento instrumentaban y, además, hubo represión, dolor, exilio, etc, siendo uno de los periodos más injustos y regresivos de la historia económica española. Debido al hambre, hubo un exceso de muertes de 200.000 personas entre 1939 y 1942, según atestigua el historiador Miguel Angel del Arco, en su libro “Los años del Hambre”, lo que atemperó el crecimiento poblacional de aquella época. En esas circunstancias la gente aguantó en los pueblos como pudo ya que en las ciudades el panorama no era nada halagüeño sino incluso peor.
El modelo autárquico perseguía como objetivo un sistema productivo basado en la autosuficiencia, destinado a propiciar la independencia económica y así poder conseguir la libertad política. La realidad fue muy distinta a sus postulados teóricos, pues a pesar de su probada inviabilidad fue mantenido a ultranza durante demasiado tiempo. Mantuvo al pueblo sumido en la indigencia desde finales de la guerra hasta finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, con salarios paupérrimos, con una reducida productividad agrícola y sin elevar el nivel de vida de los ciudadanos, todo lo contrario de lo que consiguió el Plan de Estabilización de 1959, cuyos resultados fueron rápidos y favorables.
El periodo autárquico fue una época de la historia de España caracterizada por una coyuntura de difíciles condiciones de vida, de graves dificultades de abastecimiento, de malos indicadores sociales y económicos, de nula capacidad de crecimiento y de grandes dificultades debido al aislamiento internacional como consecuencia de las especiales características del Régimen. Fue una época donde aparecen la División Azul, el alineamiento con el Eje y el boicot de Naciones Unidas.
La lamentable depauperización de la sociedad civil española de la inmediata posguerra, efecto de la miseria material, del adoctrinamiento y del miedo a la represión, hizo que la dictadura gobernara un país que en nada se parecía a esos discursos grandilocuentes de exaltación de los valores patrios. La situación fue cambiando paulatinamente con el paso del tiempo, de tal forma que en la segunda etapa de la dictadura nos encontramos con una sociedad más abierta y plural, como consecuencia de los cambios económicos y sociales que se producen en parte por las medidas instrumentadas a través del Plan de Estabilización de 1959.
Cuando en febrero de 1957 se establece un nuevo gobierno, sustituyendo a los falangistas de camisa azul por los tecnócratas del Opus Dei, se empieza a dar un giro radical a los principios económicos que inspiraron la política económica de la autarquía como consecuencia de la situación tan desastrosa a la que se había llegado, ya que las directrices procedentes del pasado no eran capaces de dar una salida adecuada a la economía española y el sistema iba a ser mutado de raíz, aunque dentro del régimen político instituido. El nuevo ejecutivo se vio obligado a tomar medidas de carácter quirúrgico ante la subida de la inflación, el fuerte desequilibrio presupuestario, y el agotamiento de divisas del Banco de España, imprescindibles para hacer frente a los pagos internacionales derivados de la importación de bienes de equipo ineludibles y tecnología.
La nueva filosofía económica del nuevo gobierno se plasmó en las medidas llevadas a cabo a través del Plan de Estabilización de julio de 1959, que supuso la derogación de las directrices del periodo anterior, introduciendo amplios y progresivos movimientos de liberación económica, facilitando la entrada de capital extranjero, suprimiendo monopolios, incrementando la inversión, flexibilizando al máximo el comercio exterior , devaluando la peseta hasta una paridad de 60 pesetas por dólar, incrementando los ingresos públicos, disminuyendo los gastos públicos y las subvenciones, y haciendo que las fuerzas del mercado fueran determinantes en la asignación de los recursos.
El Plan de Estabilización de julio de 1959 fue una aplicación de política económica Keynesiana que supuso un cambio de rumbo para la economía nacional. Su objetivo fundamental fue elevar el nivel de producción y de renta de la población mediante la manipulación de variables monetarias como el tipo de cambio o el tipo de interés, o bien variables reales como la demanda externa y la demanda agregada, buscando el equilibrio interno (que bajara la inflación y se equilibrara el déficit presupuestario) y el equilibrio externo (mayor equilibrio de la balanza de pagos ante la acuciante falta de reservas). Este Plan posibilitó el inicio de una época de crecimiento económico inigualable hasta entonces, al que posteriormente se denominaría “el milagro español”. Modernizó la economía, la abrió a la competencia y facilitó la inversión exterior al socaire del levantamiento de restricciones y de los menores costes laborales existentes en España.
Posteriormente al Plan de Estabilización vinieron los Planes de Desarrollo al mando del Sr. López Rodó que dio paso a una nueva política industrial, incrementando la libertad de instalación tan restringida en toda la etapa anterior. Se determinaron las zonas geográficas de especial interés para su industrialización, como Vigo, Valladolid, Zaragoza, Sevilla, El País Vasco y Cataluña, y todo ello supuso una fuerte emigración de las zonas rurales a las grandes ciudades y al extranjero, donde había muchas más posibilidades de ganarse el pan con dignidad. Todo ello provocó un despoblamiento masivo en los pueblos del interior peninsular, cuyas consecuencias se están pagando en los momentos actuales. Allí donde hay riqueza, oportunidades y trabajo, allí va la gente. Escribe Luciano Bianciardi en su novela La Vida Agria: “es bien sabido que el trabajo hace que circule la pasta, el obrero se gasta los cuartos y todos sacan provecho”.
Entre 1950 y 1970 la mecanización del campo produjo un excedente de mano de obra de 2,300.000 trabajadores y a éstos no les quedó otro remedio que emprender el camino hacia la capital, ligeros de equipaje. Era mano de obra austera, trabajadora, responsable y acostumbrada al sacrificio, una autentica joya. Se quitaron por última vez la tierra de las abarcas y cerraron la casa del pueblo, donde dejaron muchos recuerdos enterrados y parte de su vida ya vivida. No sólo fue un problema económico, también lo fue sentimental y de alteración del carácter identitario en las personas a las que les afectó. La industria fue sustituyendo paulatinamente a la agricultura y a la ganadería como base del poder económico.
Tanto el Plan de Estabilización como los Planes de Desarrollo convirtieron a España en un país desarrollado y abrumadoramente urbano, incrementando los niveles de crecimiento económico y aumentando significativamente la riqueza y la renta de sus pobladores, permitiendo un mayor bienestar en las clases medias y una mayor convergencia económica con Europa, aspectos que allanaron el camino para la Transición política hacia la democracia a la muerte del dictador. Dichos planes también produjeron una gran dualidad económica en el país, produciéndose grandes diferencias de renta entre las zonas industrializadas y aquellas que no fueron susceptibles de alcanzarles dicho proceso. Esto explica la distribución asimétrica de la población en nuestro país, pues ésta actualmente se concentra en Madrid y en el litoral, dejando casi vacio la mitad del territorio nacional. El 5% de la población vive en el 53% del territorio nacional.
Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Zaragoza, Sevilla, lugares donde se localiza el desarrollo económico español, recibirían a raudales personas extremeñas, gallegas, castellanas, andaluzas, aragonesas, etc, verdaderos motores de vitalidad económica y social allá donde se asentaron, con escaso reconocimiento de los poderes públicos y de la sociedad en general, y produciendo en las zonas abandonadas falta de vigor para una sostenibilidad futura, generando un grave problema de desactivación, donde el vacio, el silencio y la sensación de aislamiento se apoderaron de todo. Estas zonas se desarticularon social y económicamente, y a medio y largo plazo los enormes potenciales de la inmensidad de la España interior quedaron infrautilizados. Esos planes desarrollistas basaban el crecimiento económico en la emigración, tanto interior como exterior, y apostaban por la industrialización de los núcleos urbanos. España pasó de ser rural a ser urbana.
Si bien la emigración que se efectuó dentro del territorio nacional fue dura porque abrirse vida en una gran ciudad suponía y supone entrar en un nuevo capítulo repleto de incógnitas e interrogantes, no menos dura fue la huida hacia el extranjero, principalmente a Europa. Estos emigrantes marchaban con un espíritu interino, con el único propósito de hacer dinero y volver a la madre patria lo antes posible con un capital ahorrado que les permitiera vivir con soltura el resto de sus días. Sin embargo el éxodo rural dentro del territorio nacional casi siempre fue un billete sólo de ida. Tanto unos como otros, tanto los que salieron hacia Europa como los que se fueron de los pueblos a las ciudades españolas se llevaron tras sí, a hombros de su despedida, voces y silencios que nunca jamás olvidarían, raíces y muchas lágrimas, a caballo entre la indolencia y el olvido. Escribía Rosalía de Castro: “Se han ido como el barco perdido que para siempre ha abandonado el puerto”. Se calcula que entre 1960 y 1973 salieron de España dos millones de trabajadores.
La emigración a Europa y residualmente a América, junto al aumento asombroso del turismo, impulsado por el propio gobierno, tuvieron gran incidencia en la recaudación de ingresos nacionales en forma de divisas, las cuales fueron fundamentales para financiar parte del crecimiento económico tan espectacular de aquella época. Desde la segunda mitad del siglo XX la cifra de visitantes extranjeros no había dejado de crecer exponencialmente. En el año 1973 se contabilizaron treinta y un millón de turistas y más de tres mil millones de dólares de ingresos.
La crisis económica de 1973 producida por el incremento de los precios del petróleo, puso fin a las tasas de crecimiento medias del 7% anual del PIB de los periodos anteriores. El barril de crudo pasó de costar de 1,80 dólares a 12 dólares, lo que provocó una fuerte inflación, un aumento del paro y una menor tasa de expansión económica. Consecuentemente se ralentizó el rápido éxodo rural de la década anterior, e incluso se produjo una corriente de retorno hacia los lugares de origen, particularmente de aquellos que emigraron hacia Europa, pues los países receptores ante tales circunstancias, pusieron grandes barreras de entrada. La crisis provocó inmediatamente políticas de contención inmigratorias por parte de los países más desarrollados.
Ni siquiera el ingreso de España en la Unión Europea en 1986 pudo contener ese proceso de vaciamiento rural, que todavía a día de hoy no ha tocado fondo. Todo un drama estructural sobre el cual no están previstas soluciones fáciles ante un envejecimiento demográfico muy marcado, junto a tasas de natalidad muy bajas, que están generando crecimientos vegetativos negativos. El 80% del territorio europeo se enfrenta al problema de la despoblación, y esta situación propicia en las zonas afectadas cierto desamparo y, lógicamente, cierto antieuropeísmo.
Desde comienzos del siglo XXI las tasas anuales medias de natalidad del medio rural están en torno al 6-7 por mil, mientras las tasas de mortalidad se mueven en el 11-14 por mil.
Coincidiendo con el “boom” económico de finales del siglo pasado y principio del siglo XXI, al socaire de las elevadas tasas de crecimiento del sector de la construcción, se produjo una llegada masiva de inmigrantes extranjeros que parecía que podría ser la solución al problema de la despoblación rural; sin embargo la crisis que se inicia a partir del 2008 da al traste con dicho proceso, y el futuro se torna cada día más incierto y sombrío ante tanto albedrío destructor.
El viento de la despoblación rural amenaza con llevarse por delante todo lo que antaño se construyó con gran esfuerzo y dedicación, todo un patrimonio material e inmaterial que ha constituido la base, el fundamento y la riqueza histórica de las zonas hoy despobladas. En las próximas décadas La España rural seguirá perdiendo habitantes, disminuirá su dinamismo económico si alguna vez lo tuvo, e incrementará su declive social y patrimonial, quedará sólo la opción de resistir mientras se pueda. Desaparecerán los pueblos de menor tamaño, y todo ello en aras de mayores desequilibrios territoriales y perjuicios para la sostenibilidad ambiental, con todo lo que ello supone en términos de pérdidas de bienestar.
Es difícil hacerse a la idea de que donde nacimos, jugamos, fuimos felices, donde dimos nuestros primeros pasos, donde vivimos con honrada sencillez, donde se forjó nuestro origen y carácter rural, sean en estos momentos lugares devastados y dejados de lado, lugares que han perdido el norte y donde las posibilidades de reversión son casi nulas. Ahora son lejanos rincones vacios, tierras venidas a menos, que se van apagando lentamente como la torcía en un candil de aceite, sin ánimo en el horizonte, deshabitados de toda esperanza, inoculados por el virus del pesimismo, pero merecedores de mejor suerte.
Somos un país aglutinado en torno a los territorios de procedencia, vinculados al amor a la tierra, al tirón del origen, al peso de la tradición y los rituales, lo que conlleva cierto peaje emocional y un insólito entusiasmo por el lugar de nacimiento, y todo ello como si fuera un acto de resistencia. Todo esto se parece a lo que diría Cantinflas, “antes estábamos bien, pero era mentira, no como ahora, que estamos mal, pero es verdad”.
JOSÉ RAMIRO GARCÍA.