QUIÉN  TE  CERRARÁ  LOS  OJOS.

Martín y Sinforosa en La Estrella ( Teruel)

Al aire van los recuerdos y a los ríos las nostalgias. A los barrancos hirientes van las piedras de tus casas. ¿Quién te cerrará los ojos tierra, cuando estés callada? En los muros crece yedra y en las plazas no hay solanas, contra la lluvia y el viento se golpean las ventanas. Sólo quedan cementerios con las tumbas amorradas, a una tierra, que los muertos siguen teniendo por suya.

Así dice una canción de José Antonio Labordeta, cuyo título encabeza este artículo e igual título que el libro de la periodista y antropóloga Virginia Mendoza, que acabo de leer estos días.

El texto de Virginia Mendoza, escrito en un tono poético y evocador, con alma y sentimiento, presenta un retrato de la España rural, la de la gente arraigada a la tierra que se quedó en los pueblos resistiendo la llamada del desarrollo, aquellos a los que les resultaba difícil cambiar el arado por la fábrica y el asfalto, a los que les sobrepasaba la vida encajonada de las ciudades y decidieron, en uso de su libertad, que lo mejor para ellos era permanecer en el lugar que les vio nacer. Sacarlos de su entorno más inmediato hubiera sido seguramente matarlos porque a algunas personas que llevan mucho tiempo viviendo en un mismo lugar se les crean raíces y adquieren costumbres difíciles de cortar o cambiar, sintiéndose desubicadas en cualquier otro sitio que no sea el suyo. Bien es verdad que, en algunos  casos y debido a sus especiales circunstancias, muchas personas tenían muy cerrado el horizonte de salida y tuvieron que permanecer fieles al territorio en contra de su propia voluntad. ¿Cómo  sabe uno donde la vida le depara un destino mejor?

 En uno de los testimonios que aparece en el libro de Virginia,   Ángel Luis, pastor de Espierba, con muy pocos vecinos, amarrado a la tierra, ante la afirmación de su madre anciana: Fuera de aquí yo encuentro que la vida es más llevadera, le responde: Fuera de aquí estoy desplazao. Lo primero es esto. Para Ángel Luis, que comienza su jornada laboral al amanecer y termina al anochecer, los trescientos sesenta y cinco días del año, los días se deslizan con lentitud, ni el viento, ni la lluvia, ni el granizo, ni la nieve, ni las tormentas, ni todas las dificultades que ha tenido que solventar  le han cambiado su forma de pensar y seguirá en su terruño hasta el día en que cierre los ojos definitivamente. ¿Quién se los cerrará?.

A lo largo del libro se recogen testimonios reales de hombres y mujeres que viven en pueblos en los que se han quedado solos, sin vecinos, que resisten solitarios, anclados a la tierra, muy lejos del bucolismo de los poetas, asumiendo una soledad derivada de unas circunstancias que ellos no han provocado pero que tampoco quieren evitar, sin importarles mucho lo que les pueda deparar el momento presente o futuro. Firmes frente a los malos augurios y presagios, ejemplos de dignidad e independencia, asisten impasibles a la fuga insensible de las horas, aquilatando el precio del tiempo. Son los eternos vecinos que nunca se marcharon y que, solitarios, silenciosos y vigilantes sobrevivirán hasta que la muerte los separe de la tierra que los vio nacer. Es como si fueran testigos y centinelas que se han quedado a ver la última película, cuyo cartel final diga: Se va terminando el pueblo.

¿Por qué decidieron quedarse? No hay una sola respuesta, hay tantas como personas, pues cada una de ellas tiene sus propios motivos y sus propias preferencias y circunstancias. Es difícil predecir el camino por el que nos llevará la vida. Cada uno decide cómo quiere sentir y vivir.

Miguel Delibes fue uno de los primeros escritores que vislumbró y describió esa soledad rural extrema a través de sus novelas. En Las Ratas, pregunta Antoliano: No hay ratas, la cosecha se pierde, ¿puede saberse qué coño nos ata a este maldito pueblo? A lo que el Rabino Chico respondió: La tie…la tierra. La tierra es como la mujer de uno. El tío Ratero y El Nini, dos personajes de esa misma novela, vivían en una cueva y se dedicaban a la caza de ratas para luego venderlas, pues servían como alimento para los paisanos. Aquello no era solamente soledad y aislamiento, era también miseria, que llegó a niveles increíbles en la posguerra española. Afortunadamente, la pobreza extrema ha desaparecido del plano y hasta en los rincones más recónditos y marginales de nuestra geografía  hay unos mínimos de confortabilidad y bienestar.

 En Quien te cerrará los ojos, Virginia Mendoza, deja hablar a quienes son auténtica especie en extinción del paisaje rural,  los inarrancables, los últimos, los que nunca abandonarán el pueblo siguiendo un sentimiento de tradición, aferrándose a lugares que tanto sus antepasados como ellos mismos han cuidado con cariño y en los que se sienten felices y no tienen necesidad de cambiar porque tienen lo necesario para vivir en paz y armonía, y han creado un vinculo con la tierra difícilmente separable. Son las personas que constantemente han proclamado: aquí he vivido, aquí quiero quedarme.  Es una opción como otra cualquiera, que siempre será respetable en base al derecho que le asiste a  toda persona en cuanto a residir donde considere oportuno y conveniente.

En otro pasaje del libro, Virginia habla de Sinforosa y Martín, los dos únicos empadronados de La Estrella, un pueblo de la provincia de Teruel. Se enamoraron gracias a un borrego. Éste se pasó del atajo de Sinforosa al de Martín cuando ambos eran niños pastores, pero no de los que se disfrazan en los belenes vivientes sino de los de verdad. Dos años después del incidente, contrajeron matrimonio, decidieron hacer juntos el camino de la vida y ahí estuvieron, en el mismo sitio, en la misma dirección, impertérritos, en espera de la desaparición de su mundo y de ellos mismos,  contra viento y marea, ya nonagenarios, porque la felicidad y el amor pueden brotar en cualquier lugar, siendo conscientes que en La Estrella no se le ha perdido nada a nadie que venga de fuera. Aislados de la rueda consumista, en una paz verdaderamente mitológica,  en continua austeridad, aprendieron a no necesitar y se acostumbraron a vivir en soledad como si fuera algo natural e imprescindible para su intimidad personal. Su vida carecía de lujos, pero no necesitaban nada más.

Martín y Sinforosa repetían constantemente a todos aquellos que iban a visitarlos: “Nosotros nos hemos criado aquí y no nos llama nada marcharnos a otro sitio. Aquí estamos estupendamente, cuidándonos el uno al otro y con nuestros animales”. Muy recientemente, ha salido en la prensa nacional la noticia de que Sinforosa, debido a problemas de salud, ha tenido que ser ingresada en una residencia de ancianos y a Martín no le ha quedado más remedio que irse a vivir con su hijo a la localidad limítrofe castellonense de Villafranca. La Estrella, un espacio más donde habita el olvido, se ha quedado sin sus guardianes predilectos y sin ninguna llama que lo avive. Llevaban casi medio siglo viviendo solos en su querido pueblo.

El viejo Lope de Vega, en su romance “A mis soledades voy…”, después de muchos años de vida agitada, reivindica esa soledad rural extrema, de la que disfrutaban Sinforosa y Martín, contraponiendo la vida en la aldea a la vida en la ciudad, el mundo natural y rústico frente al mundo urbano y artificioso. El autor reivindica un estilo de vida propio y alaba la vida sencilla y natural en un entorno tranquilo. Deseaba vivir feliz y sosegado en su mundo de “soledades” por las que transitaba su vida cotidiana.

                                    No sé qué tiene la aldea

                                    donde vivo y donde muero

                                    que con venir de mí mismo,

                                    no puedo venir más lejos.

                                    Con esta envidia que digo,

                                    y lo que paso en silencio,

                                    a mis soledades voy,

                                    de mis soledades vengo.

 En contraposición a la alabanza que hace Lope de Vega de la soledad rural, esos rincones, descolocados en la geografía y en el tiempo, algo extraños, abandonados, olvidados, atávicos e insignificantes, de encefalograma poblacional plano, los define Paco Cerdá en Los Últimos como el punto justo donde el tumor de la soledad se trasmuta en metástasis extrema de desolación. Esa sensación se le configuró a Paco Cerdá cuando entró en Motos, un pueblo despoblado de la provincia de Guadalajara y se encontró a Matías,  personaje particular, héroe de secano y algo estrafalario, que le confirmó a sus ochenta años que cuando entraba en discotecas y bares ligaba como el que más y cuando los de la capital portaban cien pesetas, él llevaba en el bolsillo mil duros a su entera disposición. Matías fue portada del New York Times en su día por sus peculiaridades, sus circunstancias y sus excentricidades tan singulares.

También retrata Virginia a aquellas personas incompatibles con el asfalto que huyendo del desarraigo de la vida encajonada de la urbe, emprendieron el camino desde la capital a territorios olvidados y despoblados y allí encontraron en la soledad de esos pueblos sin vecinos la paz que la vida en la ciudad no les dio.

A veces, nuestros propios pensamientos nos acompañan más que todo lo que tenemos alrededor, e incluso se puede tener una percepción de satisfacción en medio de la soledad porque la vida social tiene mucho de convención, de artificio, de miramiento, de sentimientos fingidos y de formularios pautados. Nos podemos encontrar realmente solos entre la multitud de las grandes ciudades, donde cada uno va a lo suyo, enquistados cada vez más en nuestro propio yo, dentro de un individualismo feroz de orgía egocéntrica, y más cuando el estrés y las prisas nos agobian y nos martirizan. En la vida real podemos encontrarnos solos, tal vez por decisión propia o tal vez no, independientemente del lugar de residencia, independientemente del número de habitantes del pueblo o ciudad en que tengamos nuestra morada.  Lord Byron defendía que es en la soledad cuando estamos menos solos, aunque la verdad última es que es posible fracasar en soledad y también en compañía.

Las personas que viven solas en sus pequeños microcosmos del mundo rural  son testigos  del paso del tiempo, de escenarios en medio de la nada, donde los cielos son limpios y las noches calladas y estrelladas, y donde todo a su alrededor  trasmite quietud, serenidad y sosiego, un mundo muy alejado de  los tumultos de los medios urbanos y lejos de  los intereses creados y de las ambiciones excesivas. Allí lo excelso y lo más triste se dan cita de forma dramática para aligerar el peso de plomo de las horas. Es el entorno de sus vidas, vividas a su manera, como dice la canción de Sinatra.

En otro pasaje del libro, la autora describe la imagen de  su abuelo cavando su propia tumba en el pueblo antes de emigrar a la ciudad, aunque faltara tiempo para que se produjera el trance final. Al cavar su tumba, el abuelo afianzó su gran deseo: morir donde nació, volver a la tierra que sus manos  trabajaron surco a surco con  sudor. El abuelo necesitaba regresar. La necesidad de ser enterrado junto a sus muertos era para él lo que verdaderamente le haría descansar en paz, sin tanto anonimato como se respira en las grandes necrópolis urbanas. Volver a esa tierra que los muertos siguen teniendo por suya, como dice la canción de José Antonio Labordeta, era una necesidad imperiosa que sentía en su interior. Seguramente al abuelo de Virginia le hubiera gustado que sobre su lápida quedara grabado el viejo epitafio: “Aquí yace donde quiso yacer”. Es  deseo de muchos paisanos que sea un trozo de nuestra propia tierra la que nos cubra en el sueño eterno, en el lugar donde reposan nuestros ancestros, ese “corral de muertos entre pobres tapias” como lo denominó Unamuno. La infancia pasa, la juventud le sigue, la vejez la reemplaza, el tiempo pasa y, sin importar lo vivido, la muerte llega. Nacimiento, vida y muerte son condiciones naturales y universales de la existencia humana. Enterrar a los mayores en su propio medio, al lado de sus seres queridos, es de ley, es  cuidar el patrimonio de un pueblo, pues ellos han sido protagonistas de la historia y actores de todo lo que nos rodea. La tucumana Mercedes Sosa cantaba: “Siempre las aves migratorias encuentran el camino de regreso”.

Cuando los últimos habitantes, los últimos mohicanos de estos pequeños rincones perdidos y despoblados cierren sus ojos definitivamente, desaparecerá un modo de vida tradicional de arraigo a la tierra que configurará una nueva relación del hombre con el territorio y, al mismo tiempo, se enterrarán recuerdos, anhelos y enseñanzas de una generación, que se tuvo que matricular en la universidad de la vida a muy temprana edad por necesidad imperiosa y  a la que le tocó pasar una vida dura, no muy diferenciada de la época de la Edad Media.

JOSÉ  RAMIRO  GARCÍA.

Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Gracias José Antonio.

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