El Señorío de Molina de Aragón es una comarca con 3.466 Km2, un espacio relativamente amplio donde se cobijan unos noventa pueblos, casi todos ellos con menos de cien habitantes, albergando un total aproximado de 8.000 almas, de las cuales unas 3.500 habitan en la cabecera de la comarca. Tiene una densidad poblacional de 2,3 habitantes/km2, según los censos oficiales pero éstos están inflados, de tal forma que la cuantía real sería menor. Con estos datos estadísticos de la Asociación Instituto de Investigación y Desarrollo Rural Serranía Celtibérica se puede catalogar el territorio como un verdadero desierto demográfico, situación que se produce como consecuencia de un modelo de desarrollo económico que sólo atiende a los designios del dinero, a la competencia, a la rentabilidad y a lógica del expolio, sin tener en cuenta consideraciones sociales de calado que pudieran atemperar la incongruencia del proceso de abandono, con total desamparo de los poderes públicos.
Con menos de 12,5 habitantes/Km2, la UE determina que estamos ante una zona escasamente poblada y con menos de 8 habitantes/Km2 se considera una zona muy escasamente poblada. Con la cuantía de la que somos acreedores, siendo una región desfavorecida, rural remota, de baja densidad poblacional y montañosa, sería imprescindible acometer proyectos de desarrollo sostenible para mitigar ciertos problemas derivados del éxodo galopante, ante la última oportunidad que tienen los pueblos de la comarca para no verse deshabitados totalmente. La despoblación conlleva el envejecimiento, la marginalidad en prestación de servicios, en infraestructuras, en comunicaciones y en todo tipo de incentivos. Dichos proyectos deberían ser financiados con fondos nacionales y europeos a tenor del principio de solidaridad interterritorial que recoge nuestra Constitución y a tenor del artículo 174 del Tratado de Funcionamiento de La Unión Europea.
El número de habitantes va menguando cada día que pasa, contradiciendo las leyes de Malthus, según las cuales la población crece más que los recursos naturales. En 1900 El Señorío tenía 41.525 habitantes y para que nos podamos hacer una composición de lugar, la provincia de Vizcaya con una extensión menor tiene 1,148.000 habitantes, lo cual nos indica la cifra ridícula de nuestra verdadera situación demográfica.
La serie histórica de datos poblacionales aleja cualquier duda sobre el grave proceso de declive que se viene gestando principalmente desde la segunda mitad del siglo pasado, que para muchos tiene un carácter irreversible, aunque para unos pocos optimistas sea transformable si se hacen unas cuantas cosas bien, pero es evidente que el problema se debe a causas estructurales y no de mera coyuntura. Es un proceso continuo, puro y duro de demotanasia, que se está produciendo en el cruce de caminos de las provincias de Guadalajara, Teruel, Zaragoza, Cuenca y Soria. Es como si se hubiera instalado a doscientos Km de Madrid un trozo de Siberia, sin pedir permiso.
El desequilibrio poblacional entre las grandes ciudades y los pequeños pueblos siempre ha sido mayúsculo pero ahora parece insalvable, porque los grandes núcleos urbanos han crecido a una tasa de velocidad sin precedentes históricos a costa de los núcleos rurales. Madrid es un cosmos en torno al cual se dibuja un gran vacío, cuyo drama está pendiente de resolución.
La decadencia de nuestros pueblos se ha manifestado de una forma muy radical y llamativa, ante la inoperancia de las Administraciones Públicas, con menoscabo de la identidad de pertenencia a la comunidad y pérdida de su autenticidad cultural colectiva y, todo ello es un hecho que nos empobrece a todos; esta situación se ha producido en casi todo el espacio de la España interior y ha constituido un factor de inestabilidad a nivel nacional. Nuestros enclaves rurales se están desvaneciendo en silencio igual que las huellas humanas que la mar borra de la arena con la marea alta. Pueblos y huellas se esfuman como en una suerte de amarga ironía del destino.
Procedemos de una zona árida, principalmente de pastoreo y labranza, que, como todo el sector primario, ha ido para abajo, con muy poca industria y pocas infraestructuras relevantes y, consecuentemente, con poco valor añadido en las cadenas de producción. Todo ello explica la escasa vida existente, aunque también puede ser un escondite perfecto para disfrutar de la soledad, la tranquilidad, evitando el estrés, como si estuviéramos en un mundo sin dioses y sin amos. De hecho, para los urbanitas los pueblos se han convertido en un punto de desconexión los fines de semana y el mes de vacaciones, una especie de falansterio que también puede atraer a forasteros curiosos que intentan abandonar la angustia de la vida encajonada de la ciudad. Es posible que las potencialidades turísticas puedan generar una pequeña fuente de puestos de trabajo, el mejor pegamento para fijar población.
Dentro del baúl de las anécdotas, recuerdo pasear a finales de la década de los sesenta del siglo pasado por la calle “Las Tiendas” de Molina, un espacio muy comercial y hormigueante en aquel entonces, donde parecía que las monedas agujerearían los bolsillos de los comerciantes, dada la actividad frenética que allí había; aquella animación contrasta con el ambiente de decadencia y abandono actual, fruto de un proceso que ha ido acompañado de la pérdida de población en los pueblos de alrededor, configurando un entorno deprimente y regresivo. En toda la comarca, aparte del trabajo en la ganadería y agricultura, existían numerosas actividades que dinamizaban la economía de la zona: el arreglo de caminos comunales, la plantación de pinos, la limpieza de montes, la reconstrucción de paredes que arrastraban las lluvias, la conservación de los abrevaderos del ganado, la vuelta de muladares o el retejo de las parideras y de los pajares. Se trabajaba para el futuro, para el porvenir, para los años venideros, pero todo eso se ha quebrado y lo peor de todo es que hay una sensación generalizada de que esto no da más de sí y de lo que se trata ahora es que no desaparezca la especie humana de un territorio que siempre estuvo habitado.
Estamos en una demarcación que como tierra sacudida por la amenaza del olvido no representa la urgencia, la prisa, la codicia, la avaricia o la ambición. Ni los fondos buitre la consideran como inversión a precio de ganga. Son lugares que no importan, que no tienen el menor interés político, económico y social. Les falta esa ebullición del trajín diario y reivindicativo de las grandes ciudades y ese desistimiento también es muy evidente en otras esquinas del mapa de la España vacía. Se cultiva la improductiva virtud de pasar inadvertidos y eso trae una concatenación irrefutable de causas y consecuencias negativas.
Los habitantes de la comarca han sido siempre gentes humildes, trabajadoras, con gran sentido de sacrificio, que nunca han sido protagonistas de nada, sino más bien comparsas, resignadas y mudas. Gente conformista, que con que no les faltara tabaco en la petaca y vino en la bota tenían lo suficiente. Siempre fueron personas a las que la institución del Estado les resultó tan alejada como el cielo, incluso impropia y hostil. Siempre creyeron en sus propios esfuerzos y no en fuerzas ajenas. Siempre fueron conscientes de que nunca habían sido tomados en serio.
Para la poca gente que permanece todo el año en la zona, los que se quedaron cuando casi todos se fueron, el horizonte de futuro está clausurado en muchos casos, lo que conlleva una frustración de expectativas vitales. Quedan personas cargadas de años, arrastrando sus cuerpos artríticos, esperando que la muerte venga a visitarlos, porque consideran de ley morir en el lugar que les vio nacer, acordándose tal vez de un pasado glorioso donde seguramente fueron felices y donde lucharon contra muchos truenos y relámpagos como Quijotes valientes.
Y quedan también las personas que se afanan en la agricultura y ganadería y que tienen muy claro que sus hijos no van a seguir en el negocio, situación que produce un estancamiento en sus producciones, ya que lo único que esperan es la jubilación y aguantan de la mejor forma posible hasta que ésta llegue y, por tanto no piensan en acometer nuevas inversiones que podrían vigorizar un poquito la economía de la zona. Con este puñado de tipos humanos, muchos ya encorvados y de vuelta de muchas cosas, como últimos mohicanos, que asumen su aislamiento con naturalidad y entereza, desaparecerá por completo una forma de vida humana basada en el arraigo a la tierra, a la que ni los miedos, ni las ausencias minó su instinto de permanencia.
Es triste esta constatación pero es lo que hay, aunque a muchos de nosotros nos cueste bastante aceptarlo en su verdadera dimensión.
Mucha gente se pregunta con asombro por qué existen esas grandes diferencias económicas entre los distintos territorios que conforman nuestro Estado y por qué aquellos enclaves que han sido más favorecidos son los que más encienden la mecha de la queja y de la ira. Las fábricas de mitos y los manejos políticos derivan la cuestión como si las desigualdades territoriales parecieran procesos naturales, cuando lo que subyace en el fondo es que cada uno arrima el ascua a su sardina, sin tener en cuenta el interés general y, al mismo tiempo, nadie se preocupa por construir entornos donde la vida urbana y la rural encuentren la armonía.
El consuelo es que siempre nos quedará el mes de agosto, donde los festejos patronales resucitan momentáneamente la vida parsimoniosa, mortecina y silenciosa que se ha llevado durante los días fríos del largo invierno mesetario. La fiesta mayor, con misa solemne, con sermón, con procesión, con bandeo de banderas, volteo de campanas, buena comida, vino, música y baile en la plaza, alegrará el ambiente y animará por unos días la vida en el pueblo. En las calles se conformará un collage de animadas conversaciones en corro, voces roncas, muchas raybans, sudor de sol de mediodía, vestidos elegantes y ceñidos de señora, nudos de corbata desajustados, petardos y vasos de tubo de cerveza, que pone de manifiesto el carácter lúdico y festivo de la celebración, así como el temple hospitalario y afable de sus gentes. Es entonces cuando uno se siente orgulloso de haber nacido en estos lugares, bajo una emoción indefinible y contenida. Al mismo tiempo, es inevitable que se agolpen en la mente una ola de recuerdos que pesan lo suyo. La constatación de la ausencia de los padres hace que se derrame alguna lágrima que se intenta disimular para que pase inadvertida, ya que las personas de la zona no somos muy dados a exteriorizar nuestros sentimientos; la artificialidad se antepone para reconducir nuestras verdaderas sensaciones. Posiblemente pequemos de exceso de control emotivo. Somos gente dura como la raíz de las estepas.
La vuelta a la casa familiar es siempre un regreso a la infancia, un choque interior y un reencuentro con uno mismo, que siempre se anhela como lugar al que volver y suele producir gran satisfacción y cierta placidez. El hogar de la niñez alberga objetos, tradiciones, recuerdos y sueños pasados.
Pasarán las fiestas patronales y se irán todos, y será vuelta a empezar hasta el próximo año. La desolación se vuelve a imponer.
JOSÉ RAMIRO GARCÍA.
Fran Yuste
30 May 2020La triste y cruda realidad perfectamente descrita por el autor.
Solo es necesaria financiación y apuesta de las Administraciones para proyectos de desarrollo sostenible que no solo impidan la marcha de los habitantes de la España vaciada, sino que sea un reclamo para jóvenes que quieran una vida de paz y sosiego en un entorno rural en el que poderse ganar la vida. Si hay trabajo, hay vida y desarrollo.
Enhorabuena José por este nuevo artículo.