Hubo un tiempo, ya muy distante, en el que en la mayoría de nuestros pueblos había cierta vida, de labradores, de cabreros, de pastores y demás gente humilde y de bien. Las casas, las calles y las plazas estaban concurridas, había chiquillos en la escuela, los hombres y mujeres estaban en los tajos, y un continuo ir y venir discurría por los caminos y veredas. El territorio no estaba vacío y dentro de aquel ambiente de tradición milenaria se produjeron vivencias, anécdotas, hechos y dichos que han sobrevivido y son recordados en la actualidad, transmitidos oralmente de generación en generación. Todo ello contemplado desde el hoy como espectro de un tiempo remoto, que un lejano día fue presente.
Son historias que, aún viniendo de muy atrás, se mantienen pujantes y vivas como entonces, y se siguen contando con espíritu jocoso. En estos momentos también se producen situaciones comiquísimas, que luego se comentan amplia y repetidamente en los corros de amigos y son objeto de risa y regodeo. Este verano me comentaron en el pueblo que en una reunión del coto de cazadores, uno de los socios dijo que se podía pasar la gorra para conseguir algún dinero por la caza de zorras, como se hacía antiguamente, y ante lo cual, otro comentó que en estos momentos eso no procedía porque quien quisiera podía ir a un club y por cincuenta euros le daban una zorra y al mismo tiempo una coca-cola. Es de suponer que no constaría en acta dicha afirmación por ser machista y desconsiderada hacia la mujer.
A finales del año ochenta del siglo pasado vino un farmacéutico a tomar posesión de su plaza en mi pueblo. Él no conocía a nadie del lugar, entró al bar el primer día por la tarde, junto a tres amigas suyas, y en ese momento un paisano, que con cuatro vasos de vino sembraba la discordia por donde quiera que fuese, desde la barra exclamó con ademán brusco “¡qué gente lleva mi carro, tres putas y un boticario!” Yo presencié esa escena y me imagino que Pancho, que así se llamaba el funcionario diría “vaya peña que hay aquí”.
¡Qué tendrán estos cuentos que nos divierten tanto y nos hacen reír aunque no queramos ¡Desde luego no tienen nada de misterioso y no cabe ninguna duda que todos estos hechos y dichos tienen un carácter muy localista, que contados fuera de contexto perderían toda su gracia original .
Quizá no todo lo que se cuenta sea del todo exacto. Bien pudiera ocurrir que ciertos ecos de las anécdotas y de los sucesos más triviales hayan llegado a la actualidad excediendo con mucho a los que tuvieron en su origen. Tampoco se puede juzgar los hechos de hace muchos años con los parámetros actuales, pues cada época tiene sus peculiaridades especificas y sus propios códigos de conducta, aunque los malos modos y la falta de educación son censurables siempre.
Las reuniones de los vecinos en el ayuntamiento para solventar asuntos de naturaleza colectiva siempre fueron un foco de donde salieron anécdotas jugosas. Eran convocadas por el alcalde y comunicadas por el alguacil que efectuaba labores de pregonero a toque de corneta, con una muletilla al principio que decía: “se hace saber…”, o “por orden del señor alcalde…” y solía acabar el pregón “bajo la multa que haya lugar”. “En boca delpregonero, lo sabrá el pueblo entero”, dice un refrán castellano.
Asistían exclusivamente hombres. En invierno se celebraban por la noche, después de cerrar las ovejas, y en verano se hacían a medio día para aprovechar mejor el tiempo de trabajo. Se discutía sobre temas que afectaban al pueblo como: pastos y rastrojeras, arreglos de caminos, asignación de suertes de leña, criterios de reparto de tierras comunales, organización de las fiestas patronales, la traída del agua a las fuentes de la localidad, adjudicación del encargado del horno público, así como el del ganado de la carne y el de la cabrada, etc, etc.
Me comentó un paisano, de edad muy avanzada y de alma socialista, hace ya mucho tiempo, que siendo él concejal del ayuntamiento en época de la II República, vino una autoridad de Guadalajara a una de esas reuniones inoperantes y azarosas y, viendo que no se solucionaba nada, un concejal colega suyo le espetó a la superioridad con aspavientos desafiantes: “¡Mire usted, a cada vecino de este pueblo, si le dejan ya que se la casque solo mejor será!” De este conato de incorrección política y de reacción inmediata se puede deducir que ni los ecos del humanismo ilustrado, ni la oratoria aristotélica estaban muy presentes.
Cuentan también que en otra de las asambleas de la Casa Lugar (la gente del pueblo omitía la preposición “de”), siendo el orden del día la adjudicación de la cabrada, hubo un intercambio de ideas de lo más pintoresco entre el señor alcalde y el rematante. El alcalde estaba explicando que en el ejercicio anterior hubo muchas cabras que no se cubrieron, ante lo cual el rematante, en pie, le respondió no sin cierta sorna: “haberlas amarecido usted”; después el señor alcalde le exhortó a que se sentara,a lo que le contestó “le he dicho que no estoy cansao”.Se daba la circunstancia que ambos eran hermanos.
Otro tema estrella era la corta de la leña en los montes comunales, que se hacía a final de año y, para llevarla a cabo, previamente había que delimitar la zona a cortar bajo la batuta del forestal, para posteriormente hacer lotes que luego se adjudicaban a los solicitantes mediante sorteo. En la ejecución de esta tarea, se armaba un guirigay de armas tomar y en aquel ambiente de desorden se cometían errores. Uno de ellos consistía en hacer menos lotes de los que se habían demandado. En ese magma de confusión cabe destacar los improperios de algunos leñadores que, con suma elocuencia y gran finura, entablaban su dialéctica particular y preferida, profiriendo juramentos por doquier. El trabajo de corte se hacía con hacha y era extenuante, pues no existían en aquel entonces motosierras.
Por cierto, “arder el hacha” era una expresión muy usada, que significaba que se iba a organizar algo ruidoso y violento. El hacha al contacto con la madera produce calentamiento en el hierro como si estuviera ardiendo e incluso pueden saltar chispas, y dicha expresión es una metáfora de todo ello. Había que manejar la herramienta con destreza y precisión porque de lo contrario podía pasar lo que le ocurrió a aquel mozo que partiendo leña se cortó el pie y dijo: “¡más lo siento por la abarca!”. O lo que le sucedió a otro joven, que se cayó del andamio y dijo: “¡Cagüen la host…! ¡Casi me mato y sin almorzar todavía!” Algún destalentado en la barra del bar, con dos copas de más, cuando había perdido el dominio de sí mismo y las palabras se le amontaban en los labios y sin acertar a ordenarlas, decía “Va haber más leña que en la sierra”.
En los plenos del consistorio se formaba un griterío que traspasaba las ventanas y el eco llegaba hasta mi casa, que estaba situada justo enfrente, y entonces mi madre exclamaba: “Arde lacha esta noche en la Casa Lugar”. Muchas de las intervenciones tenían un tono bronco y poco constructivo, irrespetuoso a veces, y algunos de los asistentes pensaban que sólo por gritar iban a imponer su verdad y su razón. Posteriormente me di cuenta de que no se diferenciaban mucho de las asambleas de la facultad y tampoco estaban muy distanciados del circo mediático que se monta en nuestro Parlamento, salvando las distancias.
Recuerdo haber asistido de mozalbete a algunas de esas juntas vecinales. Los hombres ya habían cambiado la boina negra por viseras de color rojo o verde, que portaban publicidad de casas comerciales. Había un fuerte olor a tabaco negro de cuarterón, que los fumadores guardaban en la petaca y liaban parsimoniosamente con gran habilidad en la fina hoja del librillo del papel de fumar, y posteriormente lo prendían ágilmente con el chisquero de mecha. Si se juntaba el humo de los cigarros y el de la estufa de leña, ubicada en el centro de la sala, se formaba una zorrera mayúscula y cargante que no respetaba ni el crucifijo, ni el retrato de Juan Carlos I, que había sustituido a la fotografía de Franco con capote de campaña. La atmósfera se podía cortar con un cuchillo. Parecía que nuestro rey en cualquier momento se iba a poner a toser.
En las frías y largas noches de invierno, al calor de la lumbre, después de cenar, cuando ya el pueblo se rendía al silencio, era cuando se contaban todo tipo de anécdotas y dichos de aconteceres pasados, bajo un decorado de longanizas, chorizos y morcillas de la matanza que colgaban del techo de la cocina a través de unas varas de madera. Se creaba una atmosfera de comunicación en la familia que hacía que el tiempo trascurriera de forma placentera. Otro lugar de encuentro y de tertulia era la taberna, que algunos llamaban el “mentidero” municipal, donde transitaban los muchos de los pocos intelectuales que en el mundo han sido. La fragua era otro sitio donde se discutía sobre lo divino y lo humano y como música de fondo no se oían Los Beatles sino el ruido del martillo sobre el yunque, configurando un ambiente psicodélico.
Hace mucho tiempo que no se oye en el pueblo ni el cuerno del cabrero, ni la corneta del alguacil, ni las hachas en el monte, ni los gritos en el ayuntamiento, ni la algarabía de los chiquillos en la plaza, ni los cantos de los hombres y mujeres en los tajos, ni los golpes secos del martillo del herrero. Sólo se oye el silencio, ese silencio sepulcral de un pueblo aislado, replegado sobre sí mismo, donde no queda un alma. Donde antaño hubo entusiasmo, afanes, pretensiones, ruido, fuego y humo constante saliendo de las chimeneas, hoy solo hay quietud, como si el viento se hubiese llevado consigo el alma del lugar. Por los vericuetos de los caminos de la vida, el tiempo se detuvo.
Pero los dichos, los hechos, las anécdotas y las vivencias , como muchas otras cosas más, forman todo un compendio que se construyó y discurrió en la historia pasada de nuestros pueblos, en un entorno de enormes carencias, que ha forjado parte de nuestra propia personalidad y ha influido en nuestra forma de ser y de pensar. Constituyen un acervo común y un bagaje de sapiencia de saberes útiles que reflejan muchas peculiaridades de esa cultura milenaria de la civilización rural, ahora desfalleciente y en trance de extinción. Es una impronta de reglas de conducta y enseñanzas vitales muy diversas, algunas no muy edificantes, que nos dejaron nuestros antepasados, acostumbrados a tocar tierra firme y que enhebran el ayer con el hoy.
JOSÉ RAMIRO GARCÍA.
José Antonio Floría
22 Sep 2020Simplemente genial.
Fran Yuste
7 Oct 2020Excelente descripción, fiel reflejo de la España rural del siglo pasado. Así lo recuerdo.