Acabo de releer La Gaznápira, novela de Andrés Berlanga, ilustre escritor y periodista de nuestra comarca, natural de Labros, que murió en febrero de 2018 con 77 primaveras alcanzadas, y sirva desde aquí mi mayor reconocimiento y honor a su trayectoria profesional, así como mi más sentido pésame. Antonio Machado decía que la relectura es el mayor encanto de los libros bellos.
La novela dibuja a través de sus personajes el ritmo vibrante de la ciudad en contraposición al declive del mundo rural, con un léxico muy apegado al terreno, de una fuerza y una belleza enormes, evocado con una llamativa riqueza terminológica que incluye la recuperación de expresiones ya olvidadas y palabras en desuso, que retrata la forma de hablar de nuestros pueblos con todo su sabor. Sirva como ejemplo la exclamación que hace la abuela a la nieta cuando ésta a la hora de cenar se pone a leer:”¡Rediós! Eres como el perro del tio Tarabilla que cuando sale la liebre se pone a cagar”. Sería muy conveniente que esta obra literaria fuera objeto de estudio en los centros de enseñanza del país.
Andrés Berlanga, como la protagonista de la novela, Sara Agudo, la Gaznápira, son personas que se fueron a estudiar a Madrid a muy temprana edad y posteriormente desarrollaron su carrera profesional con éxito en la gran ciudad, subiendo bastantes peldaños en la escala social. Mucha de la gente de la zona se encontrará identificada con esta situación, circunstancia que no se hubiera producido si se hubieran quedado en su pueblo, simplemente porque nuestros enclaves ofrecen pocas posibilidades de ascenso social.
Tiene un valor encomiable que muchos originarios de aquellos pueblos perdidos y muertos, que vivían al margen de la actualidad, en tiempos en los que no se viajaba y había pocos recursos dentro de aquel universo familiar poco proclive a la intelectualidad, donde apenas había un libro, hicieran una carrera universitaria con brillantez y después en el mundo del trabajo estuvieran en puestos de relevancia.
En la novela hay personajes urbanitas y rurales y se puede apreciar a través de sus diálogos la distancia sideral a la que se encuentran, siendo sus mundos inconciliables. También queda retratada la figura del emigrante con muy pocas luces, al que le fue bien económicamente en la urbe y vuelve de vez en cuando al pueblo haciendo ostentación de su riqueza. Nada de todo lo que se narra nos es ajeno a muchos de nosotros que tuvimos como escenario de nuestra niñez aquellos diminutos pueblos de la comarca.
El padre de la Gaznápira, Ramiro, era reticente a que su hija se fuera a estudiar a Madrid porque su madre se había muerto y la abuela era muy mayor para realizar las labores de la casa, pero al final accedió. También había consideraciones económicas, pues el padre argumentaba que el año había sido malo, ante lo cual la hija contesta: “¿pero cuando han sido buenos los años por estos pagos?”. Realmente fueron nuestros padres quienes nos dieron el último empujón para que nos quedáramos en la urbe porque ellos consideraron que en la ciudad había futuro y progreso, donde nos convertiríamos en hombres de provecho, no como ellos, que no tuvieron la oportunidad de formarse y fueron obligados a permanecer con gran esfuerzo y sacrificio en aquellas tristes terroneras, atados de por vida. Nuestros progenitores, gentes serias y laboriosas, de escasas haciendas, tuvieron muy claro que su deficiente preparación cultural les limitó mucho en su vida y en su forma de proceder.
Para cualquiera de nosotros que tuvimos como escenario vital de nuestra niñez los pueblos de la comarca, pero que hemos pasado la mayor parte de nuestra vida en la ciudad, tenemos sentimientos encontrados sobre ambos ambientes y, a la postre, no tenemos una identificación clara ni con el pueblo ni con la ciudad, dos modos de vida antagónicos; el primero, posiblemente destinado a la extinción. Seguramente los afectos estén repartidos entre ambos mundos, aunque no cabe ninguna duda que nuestras raíces son de pueblo. El sentimiento de pueblo es un elemento de autoafirmación, que forma parte en mayor o menor medida de la identidad de los que nacimos en ese medio y es transmitido de padres a hijos. Decía Miguel Delibes que ser de pueblo era un don de Dios.
Si uno viaja por las ciudades de España, se podrá encontrar un taxista del Pobo de Dueñas en Madrid, un conserje de Pedregal en el Ayuntamiento de Barcelona, un guardia municipal de Labros en Zaragoza, un profesor de Morenilla en Valencia y seguro que ninguno de ellos es gente que aprendió a andar en campos de golf. Son hijos de La España vacía que en su día emprendieron el camino a la ciudad y aunque vivan en el corazón del barrio de Malasaña, no han sido asimilados al cien por cien por la cultura urbana, porque es muy difícil que el origen se desvanezca de un plumazo. Pasan todo el año en el tajo para regresar en el mes de agosto a la tierra que les vio nacer, donde se sienten felices y donde les place volver a evocar algunos de sus viejos recuerdos, haciendo el inevitable repaso mental de lo que les ocurrió hace ya muchos años; son los veraneantes, cuya ilusión y amor a la tierra está fuera de duda. Hacen posible que los pueblos en verano cuelguen el cartel de completo y todos nos sintamos como en una pequeña “New York”. Pasados los años las opciones de la vida ya están hechas y seguramente pasarán los últimos días de sus vidas en la ciudad, porque es sabido que todo tiene su marcha, su momento y su son.
El relato de la novela se sitúa entre el año 1949 y 1981, un periodo de tiempo relativamente largo donde se van mostrando los grandes cambios que han afectado al mundo rural, como: la llegada del teléfono y la televisión, el comienzo del éxodo del campo a las ciudades, la desaparición del coche de línea, la del cura, la de la escuela, la despoblación, la concentración parcelaria, la reconversión de la producción agraria, la sustitución de las caballerías por los tractores o la aparición del Seat 600. Toda una historia humana, de cuya decadencia y transformación podemos dar testimonio muchos de nosotros y de la cual tomó nota el catedrático de economía Juan Velarde Fuertes.
El autor de La Gaznápira pone en boca de un paisano una disertación que explica muy bien la mejora de la situación económica que se produjo en aquellos años, que dice así: “Antes no se veía por aquí un billete ni por asomo, hartos de gachas de harina de almortas, dos pares de abarcas para toda la vida, apenas somarro de oveja en la despensa, volviendo muladares todo el santo día, ni teléfono ni televisión. Ahora se quejan de vicio, cualquiera tiene guardadas buenas perras en la cartilla, se harta de tajadas, tiene zapatos pa los domingos,……..señal de que sobra abundancia y cuartos no faltan. Nadie se pega ya madrugones pa estar en el piazo cuando amanece, todos vuelven a comer a casa, se va a Molina con razón o sin ella. Antes era esto menos llevadero, pero ahora no falta de ná”. Esta descripción le resultará un tanto extraña y de difícil comprensión a un urbanita, pero para las gentes de la zona tiene un realismo difícilmente superable.
La mejora económica que describe el paisano en el párrafo anterior con gran acierto, de forma sentenciosa y con cierta retranca, no sirvió para fijar población en la zona, sino para todo lo contrario, pero supuso un gran avance con respecto a la época de la inmediata posguerra, época de estraperlo y racionamiento, donde para malcomer había que sudarlas.
De toda la vida el campo ha sido un perdedor frente a la ciudad. En los grandes núcleos urbanos viven quienes crean opinión, analizan, gobiernan, legislan y deciden. Los salarios de la industria de las capitales siempre fueron mayores que las rentas del agro. Ya desde los principios de la revolución industrial, que provocó la acumulación de masas de población en las urbes, lo rural se quedó como algo residual, considerándolo como lo que aún no es urbano.
Lo rural nunca se integró en una verdadera política de Estado, ni siquiera las pequeñas ciudades. El modelo actual de desertización poblacional del interior peninsular no es sostenible, exceptuando Madrid. La atomización municipal de más de 8.000 municipios posiblemente no sea una estructura adecuada en cuanto a una asignación eficaz de los recursos, teniendo en cuenta que éstos son escasos y susceptibles de usos alternativos.
La ciudad como tal posibilitó una acumulación de capital y una concentración demográfica que hizo posible un incremento de creatividad social que permitió y afianzó un aumento de desarrollo económico, muy lejos de la Arcadia pastoril y campesina, creando unos modos y estilos de vida propios. Es la ciudad donde primeramente triunfan el intercambio de mercancías, el dinero y la economía financiera, dejando los núcleos rurales sometidos al dictado de la ciudad, generándose un gran antagonismo cultural ente ambos mundos.
Para aminorar la brecha existente entre el campo y la ciudad la solución pasaría por una mayor integración entre lo urbano y lo rural y por un nuevo modelo de desarrollo que no tenga que ver con las inversiones mendigadas ni con el chantaje político caciquil, limando las grandes diferencias existentes, mejorando la conectividad entre las distintas áreas poblacionales, tanto urbanas como rurales y, al mismo tiempo, cambiando la vertebración del territorio, de tal forma que el crecimiento económico no esté sustentado en la concentración de la inversión, el empleo y la población, primando a las ciudades y olvidándose de los pueblos, pues ambos mundos se necesitan y se complementan.
Es muy difícil remendar los rotos de tanto abandono y marginación, habiendo pasado tanto tiempo. Miguel Delibes decía, ante la situación agonizante de lo rústico, que “las soluciones que se pretende dar llegan ya tarde”. No existe antecedente de un desequilibrio territorial tan evidente como el que vivimos en la actualidad, asistiendo al ocaso de la vida rural frente al auge de las grandes metrópolis.
Inexorablemente el futuro parece estar en las ciudades, pues todas ellas ocupan el 2% de la superficie del planeta, concentran más de la mitad de la población, consumen el 75% de la energía, producen el 80% del PIB, con una tendencia de línea ascendente, según datos de la Agencia para un Desarrollo Sostenible. Es el precio de este progreso, aunque no todo progreso nos hace progresar.
Hace ya mucho tiempo que nuestras almas infantiles dejaron de creer que el pueblo era el lugar más importante del universo y sobre el cual giraba todo. Ya no somos quienes fuimos, lo pasado; pasado está, las cosas han cambiado, pero la fidelidad omnímoda al origen permanece intacta. La vida continua aunque no sea igual y como dice el tio Jotero, personaje de la novela, hombre de juicios serenos y atinados, “hay que entanguillar la vida como mejor se pueda”, bien sea en la capital, bien sea en el pueblo, llevando una existencia auténtica de hechura propia, porque la verdad última es que la gente vive como puede y donde puede. Los tropiezos de la vida se deben encarar lo mejor posible, no dejándonos caer, haciendo así honor al dicho: “Si uno tropieza y no se cae, adelanta terreno”. Ante la imposibilidad de influir en el propio destino, todo lo rigen las circunstancias, que nadie escoge. Vienen dadas.
JOSÉ RAMIRO GARCÍA.