España es uno de los países más despoblados de Europa y las zonas rurales ocupan la mayor parte del territorio nacional. Ahí se está produciendo un alto envejecimiento poblacional que no viene de ahora sino de muy atrás, asociado a una alta esperanza de vida, con nulo relevo generacional y con saldos vegetativos negativos. Es un camino que nos lleva hacia “el invierno demográfico”, todo un proceso de despoblación vertiginoso y preocupante, una situación aparentemente irreversible, catalogada ya como “un problema de Estado”. Son áreas rurales caracterizadas por un medio físico cuyas condiciones las condenan a una situación de aislamiento y abandono que las aboca a una lenta y silenciosa muerte. España ofrece un espacio rural que es mayoritario en extensión (90%) pero minoritario en población (20%).
El abandono rural no es un problema leve, ni de causas recientes ni de solución rápida. Es un fenómeno que se ha agudizado en las últimas décadas, sobre todo en espacios de tierras agrícolas, con asentamientos humanos desconectados de centros urbanos, precisamente cuando los riesgos demográficos directamente relacionados con la despoblación se han intensificado y entrelazado drásticamente: el envejecimiento, la emigración a la ciudad de la gente joven, la brusca caída de la natalidad y la baja densidad poblacional. Todas esas variables han generado la inviabilidad demográfica de buena parte del mundo rural y el vaciamiento de la mayor parte del territorio nacional, regresión que sigue cebándose sistemáticamente en las áreas rurales.
Si nos adentramos por carreteras secundarias, sin apenas tráfico, en cualquier pueblo pequeño del interior peninsular, nos moveremos por calles casi desiertas, con puertas cerradas y ventanas por donde ya no se asoma nadie. Sólo aparecerán los vestigios de un pasado de unas gentes sacrificadas, que hicieron grandes esfuerzos por mantenerse, con unas costumbres y formas de vida que ya se han perdido, que transitaron por viejos caminos que no podemos olvidar sino preservar en la memoria colectiva, que nos pueden ayudar a reflexionar sobre el mundo de ahora y el de antes.
Entre el mundo de antes, claramente rural, y el mundo de ahora predominantemente urbano, existe un antagonismo donde es difícil encontrar puntos de coincidencia porque no existe dialogo entre ambos, como si de un desencuentro atávico se tratara; las gentes del campo se sienten abandonadas y no esperan mucho ni de los políticos ni de las instituciones, e impera el “sálveseme quien pueda”. Tienen la sensación de que nadie les ha hecho caso y por eso se ha llegado a esta situación de franca decadencia. Lo rural ha sido eclipsado por lo urbano. Ni el gobierno de la nación, ni los de las autonomías han tomado cartas en el asunto con el arrojo que debieran para solventar un problema de índole nacional.
El abandono rural se contempla impasible como un fenómeno que se juzga inevitable bajo una aceptación pasiva y tranquila. Se considera un proceso natural de salida por parte de la gente de los pueblos, como consecuencia del proceso de modernización de la economía española y una mayor oportunidad de empleo en las grandes ciudades. Nada raro si se tiene en cuenta que durante muchos años los acontecimientos de la despoblación han estado larvados sin aparecer ante la opinión pública con la crudeza que les caracteriza porque ganarles el pulso a las estadísticas en los territorios abandonados se ha visto como un imposible, en esta tierra de nadie y al mismo tiempo de todos. Se ha tardado mucho en visibilizar el problema que, por otra parte, era público y notorio. Es la España invertebrada.
El abandono rural, a lo largo de una distancia con más kilómetros que los que Ulises recorrió tras la guerra de Troya, conlleva: una clara disminución de la población en las zonas afectadas, pérdida de dinamismo económico, falta de oportunidades para los habitantes de los pequeños pueblos, pérdida de patrimonio cultural, pérdida de tradiciones, pérdida de biodiversidad, aumento de incendios, abandono de campos de cultivo y de viviendas, y un largo etcétera que sería muy largo de enumerar. Pero quizás, el impacto más doloroso se observa en la personas mayores, pues estos territorios abandonados envejecen a pasos agigantados, están llenos de ancianos, sin ningún porvenir, pues una vez que fallecen, no existe población joven que los supla, alterándose la cadena del relevo generacional, y en estas condiciones es muy difícil que surjan niveles aceptables de vida digna.
Dentro de esa España invertebrada más de la mitad de los municipios de los 8.126 existentes tienen problemas de despoblación y dentro de ese conjunto hay pueblos con densidades poblacionales propias del Círculo Polar Ártico, que sufren un abandono que poco a poco los va dejando sin vida hasta diluirse, rompiendo ese equilibrio que debe existir entre los seres humanos y su entorno geográfico más inmediato. Es la España terminal donde sigue actuando la merma demográfica sin contemplación alguna. El profesor Recaño afirma que en los próximos años desaparecerán del mapa de España unos 1.500 municipios por faltas demográficas que incidirán muy negativamente en la sostenibilidad territorial del país. Según el último informe del Banco de España, un 42% de los municipios españoles están en peligro de despoblación total. Ese rumbo declinante del mundo rural se expande como si fuera una mancha de aceite.
Esa España terminal y marginal conformada por el éxodo de la población rural conlleva muchas veces, aunque no siempre, el abandono de tierras arables y esto por dos motivos fundamentales: inexistencia de relevo generacional o simple inviabilidad económica. Esa disminución de tierra cultivable y la bajada de la ganadería extensiva provocan un aumento de vegetación invasora que actúa de polvorín, descontrolando la masa forestal, contribuyendo de forma decisiva a la propagación de incendios, incrementando procesos de desertización y riesgo de pérdida de biodiversidad con la consiguiente degradación del paisaje natural. En España más de la mitad de la superficie nacional se dedica a la agricultura y ganadería, lo que le otorga un papel fundamental en el mantenimiento y conservación de la naturaleza pero al que no se da el verdadero valor que tiene. Decía Miguel Delibes en su discurso de ingreso en la RAE que: “hemos matado la cultura campesina y destruido la naturaleza en pos de un malentendido progreso”.
Los personajes de las novelas de Delibes rechazan siempre la masificación y se niegan a cortar las raíces que propicia el terruño, oponiéndose al gregarismo. Exaltan lo natural frente a la vida artificial de la ciudad y por eso los protagonistas de sus escritos buscan asideros estables y creen encontrarlos en el mundo rural. La ciudad uniforma todo cuanto toca y a su vez es el símbolo del actual progreso, relegando a un segundo plano a las zonas rurales. La descapitalización social y económica de las áreas rurales tiene el reverso del proceso de concentración demográfica en las grandes ciudades.
El abandono rural es un fenómeno universal, irremediable y omnipresente en nuestro actual proceso civilizatorio. Hoy nadie quiere quedarse en los pueblos porque éstos son el símbolo del aislamiento, la incomunicación, la soledad, las carencias, la falta de población y el atraso. El escritor regeneracionista Julio Senador Gómez advertía que el hombre puede perderse lo mismo por necesidad que por saturación, y a este respecto, nuestros reiterados errores pudieran llevarnos a ambas cosas a la vez, al hacer tan invisible la deficiencia del pueblo como el hartazgo de la ciudad.
Ese hartazgo de la ciudad nos puede llevar a la conformación de ciudadanos alienados como hemos leído en el 1984 orwelliano o visto en Metrópolis de Fritz Lang, donde el ser humano pueda perder sus recuerdos, sus sueños y sus anhelos al estar inmerso en una atmósfera atosigante, olvidándonos de la concepción utópica de la urbe como espacio de libertad que recogía el viejo lema: “el aire de la ciudad os hará libres”. Es imprescindible que el relato de la deficiencia del pueblo y la saturación de la ciudad no prospere, pues el objetivo a batir es disfrutar de una vida lo menos alienada posible y lo más significativa y gozosa, tanto en los enclaves rurales como en los urbanos.
Julio Senador propugnaba un modelo de desarrollo que no se llevase por delante el mundo campesino y fuese respetuoso con la naturaleza, por eso no le entusiasmaban la urbanización a ultranza del país, ni el artificio avasallador del proceso tecnológico, que conllevaba modificar profundamente las estructuras de las formas de vida y dejar atrás la agricultura tradicional, sin tener en cuenta el equilibrio originario que supone atentar contra las inherentes bases de la propia Naturaleza. El abandono rural va siempre de la mano de la fragilidad demográfica, de la falta de apoyo a agricultores y ganaderos locales, junto a la desaparición de la actividad humana y, a su vez, el declive productivo viene acompañado de la pérdida de población, aunque también puedan incidir factores sociales, culturales o tecnológicos.
La dinámica de una sociedad basada en el mercado tiende a exacerbar las diferencias entre los distintos territorios, jugando a favor de unos y en contra de otros, y sin una intervención del Estado correctora de estos desequilibrios no cabe esperar más que la perduración del abandono rural de forma clara y manifiesta; ello supone una renuncia al aprovechamiento de recursos de amplias zonas del país, provocando en las grandes ciudades un deterioro de la calidad de vida por la aglomeración en poco espacio de mucha gente, pues estamos más juntos ( pero no más próximos,) y todo ello como consecuencia de las tendencias duras y selectivas de los mercados.
No podemos pensar en las ciudades y en los pueblos, aunque éstos últimos sean los más remotos y desvalidos, como si fueran compartimentos estancos, como si fueran universos divergentes, sino como componentes imprescindibles de la organización territorial y administrativa que deben estar en armonía para asegurar la buena calidad de vida de las personas que habitan el planeta Tierra. El territorio en el espacio urbano como en el espacio rural necesita gente que lo soporte y donde las personas puedan dirigir sus propias vidas.
Aunque haya enclaves rurales que por su baja densidad poblacional se extinguirán con el paso del tiempo, el entramado rural no desaparecerá ya que es el principal motor de la soberanía alimentaria de cualquier país. Sin la actividad rural, la ciudad no come. Lógicamente, los pueblos sobrevivientes se tendrán que acoplar a las nuevas demandas de la sociedad en un mundo cada vez más globalizado y competitivo, y es hasta posible que resulten atractivos para las nuevas generaciones en el supuesto de que se pongan al día en cuanto a la prestación de servicios básicos y equipamientos de infraestructuras. Las nuevas tecnologías ayudarán al proceso de acople de la gente joven al permitir el trabajo a distancia y otro factor que quizá pueda ayudar a que este proceso llegue a buen puerto es que los enjambres humanos que se concentran en las grandes ciudades no es precisamente un modelo de vida a seguir.
Es triste y lamentable que las nuevas tecnologías no hayan llegado a todo el territorio nacional. Existe una España que en pleno siglo XXI apenas puede usar el teléfono móvil, enviar un whatsapp o navegar por internet. Hay zonas en las que el celular es un trasto inútil, son territorios con escasas garantías de comunicación y, por lo tanto, despoblados, situación que se agrava especialmente en áreas de montaña o geográficamente aisladas. Son lugares que no sólo son desiertos demográficos sino también digitales, cuestión incompatible con el objetivo de conseguir el reequilibrio necesario entre la España rural y la urbana. La escasez de comunicaciones es un nudo gordiano que impide el desarrollo y frustra la posible instalación de personas en estos territorios, forzados a una vida que no sigue los cánones normales de fluidez informativa. Esta situación a veces es consecuencia de una gestión ineficiente de la burocracia estatal o autonómica, que no deja de ser un atropello de arbitrariedad, ante una sensación de indefensión de las personas afectadas.
Ante las certezas del presente y las perspectivas del futuro, para que el ámbito rural no desaparezca y pueda subsistir con autonomía y solvencia es imprescindible que incremente su productividad en un mundo cada vez más competitivo, y para ello resulta fundamental que eleve su perfil tecnológico y siente nuevas bases para relanzar el proceso de digitalización de su economía, una actividad en constante crecimiento en los últimos años. Hará falta un esfuerzo muy importante para llevar a cabo esta tarea, para conseguir que la economía del campo avance en ese proceso de transformación digital manteniendo un entorno que favorezca la inversión y la innovación, con estrategias reales de esas que se miden en el tiempo si no queremos estar siempre en segunda fila, en el atraso, en el desarraigo y en el olvido.
Se pudiera pensar que los esfuerzos dedicados al desarrollo rural por parte de los poderes públicos lograrían dar frutos pero la dura realidad es que tanto los programas LEADER como los PRODER han dado escasos resultados, y cabe recordar que el umbral crítico que establece La Unión Europea – los 8,5 habitantes/km2 – es la antesala de la desestructuración y ruina de los pueblos pequeños, que en este país dura ya más de seis decenios.
Gran parte del ámbito rural, con entornos cada vez más vacios, con pueblos cada vez más diminutos, ha quedado muy diezmado y su capacidad de respuesta muy debilitada. Sigue careciendo de voz con capacidad de influencia. Los contratiempos que ha afrontado no son la excepción sino la regla, de tal forma que la mayoría de sus habitantes se perciben a sí mismos como supervivientes, algo tan previsible como difícilmente olvidable, en un relato lleno de problemas que difícilmente puede llegar a buen puerto porque las cifras, las estadísticas, los porcentajes, los crudos y solitarios números dan las claves interpretativas de un futuro claramente incierto y decadente, ante una distorsión demográfica tan desdeñada como crucial.
La retahíla de cifras son personas, son servicios, son kilómetros sin presencia humana, son casas cerradas a cal y canto, son familias que emigraron, son pueblos que un día desaparecieron, que marcan y definen el estado actual de la cuestión: una realidad realmente perversa que no ve atemperado su empeoramiento, con un coste elevado temporal o posiblemente perpetuo, ante un futuro poco optimista, siendo las previsiones claramente poco halagüeñas, incluso para los núcleos más poblados.
No hay guarismos más determinantes que otros. Son muchos, demasiados. Son tantos que sobran las palabras. Los que vociferan y elevan las pancartas no lo hacen para sacar de quicio a las autoridades, sino para mostrar un panorama realmente triste que delata la gravedad del problema, que deja a los territorios sin relevo generacional, con todo lo que ello significa. Es la concatenación de frustración tras frustración ante un futuro incierto, yermo de alternativas. Ha faltado atención y ha sobrado descuido, y por eso las cifras exigen respuestas ipso facto.
Para que los entornos rurales resulten atractivos para sus pobladores es imprescindible que haya unas políticas públicas que reconozcan las reales necesidades de sus gentes y sean capaces de armonizar el equilibrio territorial, haciendo la vida más acorde con la naturaleza y más humana, pues en caso contrario el mundo rural estará en entredicho y la emergencia será la nota dominante. Es fundamental que las normas y los instrumentos de planificación de las políticas públicas se ajusten a las necesidades y realidades rurales y que permitan alcanzar un modelo de ordenación territorial sostenible. Se dice que: “que no hay territorio sin futuro, sino territorio sin proyecto”.
Mirando al porvenir con esperanza hay que dejar de quejarse y actuar, construir opciones viables y hacer una apuesta firme por el presente y el futuro en aquellos pueblos que puedan seguir hacia adelante, tomando el rumbo de su propio destino, rumbo rural, con ganas de insuflarle vida a la vida y reconquistando lo que perdieron: su población.
JOSÉ RAMIRO GARCÍA.