Desde la segunda mitad del siglo pasado, estamos asistiendo a un imparable fenómeno sociológico en nuestro país: la pérdida o la paulatina desaparición del mundo rural. Simultáneamente se están creando grandes concentraciones urbanas en las principales ciudades de España, con los consiguientes problemas propios de una economía de aglomeración tales como escasez de vivienda, bolsas de pobreza, contaminación, estrés, colapso del tráfico, falta de espacios verdes, elevación de precios, descenso de calidad de vida y, en algunos casos, frustración de las expectativas laborales por el exceso de competencia – es muy frecuente ver a un arquitecto trabajando de camarero o a un licenciado en medicina repartiendo pizzas. El recrudecimiento de este problema nos invita a analizar el pasado para comprender mejor lo que sucede en el momento presente y poder vislumbrar el futuro.
Hace muchos años, vi una película titulada “Surcos”, cuyo guión era obra del falangista Gonzalo Torrente Ballester, que explica mejor que nadie por qué se produjo el éxodo rural a las ciudades, dejando despobladas las zonas agrícolas, cuyos efectos directos aún están vivos. El argumento era que una miserable familia de campesinos, procedente de unos páramos desérticos de una tierra perdida en el espacio y en el tiempo, y también en la desesperanza, llega a Madrid en busca de un jornal que se les niega en el campo, para convertirse luego en carne de suburbio que la vida destruye y pervierte. Presentaba a los personajes como gente con frente ancha y surcada, mirada expectante, manos encallecidas, boina negra y pantalones de pana. A estas gentes el Estado siempre les había resultado tan alejado como el cielo, siendo la presencia de aquel en la comarca tenue o inexistente.
Allá por los años 60-70, los hombres y mujeres de nuestra tierra, rompiendo con sus raíces, fueron a buscar trabajo y pan a Madrid, Cataluña y País Vasco principalmente – y a realizar los trabajos más duros y desdeñados. Fue mano de obra humilde y abnegada, que nunca fue reconocida, que vio la emigración como una posible y esperanzada salida de la pobreza.
Quienes vivieron aquellos años fueron absorbidos por las circunstancias de aquella época marcada por la diferencia en el reparto y acceso a los recursos, resultando que cada uno de ellos fue el producto del tiempo histórico que les tocó vivir. Los hombres pasaron del arado romano a la cadena de montaje y las mujeres pasaron de escobar, coser, zurcir y remendar delante de la casa a fregar oficinas y a servir en casa de los señoritos.
Para las gentes de esta zona, en su forma de entender y vivir la vida no había espacio para el sentimentalismo ni escapatoria para la utopía. Cuando consideraron que la situación se había vuelto insoportable, recogieron sus bártulos, se quitaron el polvo de las abarcas, cerraron la casa y emprendieron el camino a la ciudad y no cabe ninguna duda que esa huida hacia adelante tuvo un coste social y humano de grandes dimensiones. Es injusto que el acceso al progreso y al bienestar dependa del lugar donde uno ha nacido, haciendo abstracción de los principios de capacidad y mérito de las personas. Como dice el refrán:”donde no hay pan se va hasta el can”.
Son los condicionantes económicos, provocados muchas veces por decisiones de las élites políticas que no han tenido en cuenta a los damnificados, los que determinan las migraciones tanto internas como externas. Si la Nissan se hubiera implantado en Molina de Aragón y la Seat en Teruel, seguramente ahora estaríamos hablando de otra manera, porque cuando hay dinero hasta el diablo es buena persona. Nuestra comarca, secularmente herida por el olvido, donde nunca silbó el tren ni hubo una autovía que atravesara el territorio, siempre estuvo al margen de los vientos del progreso y muy apartada, por desdicha, de los centros industriales neurálgicos del país, pero lo más triste es que en la actualidad en ninguno de aquellos pequeños pueblos hay futuro y, sobre todo, para los jóvenes.
La gran ciudad siempre fue la morada desde donde dicta el Poder y extendió sus tentáculos hasta asediar y oprimir la cultura rural. El campo se configuró como una realidad muda, de carácter residual, perdedor de todo, que se siente abandonado y herido en su honra y orgullo. Dice Santiago Arauz de Robles en su libro Desiertos de la Cultura: “lo que realmente convenía a España no era la desaparición de la cultura campesina, sino, por el contrario, la recuperación plena de su identidad y la potenciación de su voz para que pesase, con toda su carga de valores incorporados, en los destinos de la región y de la nación”. El lento derrumbe de la vida rural es uno de los grandes desastres de la crónica reciente de nuestro país.
La gente que permaneció en los pueblos, la generación de nuestros padres y abuelos que trabajaron duramente, sin patrón y sin horarios, tuvieron una vida sencilla , llena de privaciones ,totalmente entregada a las faenas del campo, sin descanso alguno. Eran inmunes a la fatiga, vivían para trabajar, no trabajaban para vivir. Ser muy trabajador era prácticamente sinónimo de ser honrado y merecedor de toda confianza. La monotonía de la cadena de montaje, como la sirena de la fábrica o las tarjetas para fichar, eran algo que no pasaba por su cabeza.
No eran asalariados, eran pequeños agricultores y pequeños ganaderos, con un patrimonio exiguo cuyos resultados económicos les daba para sobrevivir. Pasaban los días enteros labrando la tierra de aquel irredento secano y admirando la belleza de los surcos bien cavados, al compás que marcaba el paso de las sudorosas y exhaustas caballerías.
La humildad y la sobriedad eran las características que definían a estas gentes. No podían permitirse ningún tipo de exceso, no tenían medios ni recursos, pero no envidiaban el derroche y la ostentación ajena. El consumismo no iba con ellos, gastaban lo mínimo para ir tirando, siendo el ahorro un valor central en su lógica económica. Pasados los años, esa forma de ser y estar, de pensar, de sentir y hacer se ha desdibujado totalmente, de tal forma que ese mundo hoy no existe, pero aún permanece escrito en la memoria colectiva.
Con la llegada de los tractores a finales de los sesenta y principios de los setenta, la situación cambió significativamente y la producción agraria mejoró, pero no fue suficiente para fijar la población en la zona. Se pasó de una economía de autoconsumo a una producción orientada al mercado, que ya creaba ciertos excedentes e hizo que el trabajo en el campo fuera mucho más llevadero y menos extenuante, pero con menor necesidad de mano de obra.
Los pueblos que nuestra generación conoció cuando éramos críos eran aquellos en los que las puertas de las casas estaban siempre abiertas de par en par, de modo que la calle era casi una extensión de la propia vivienda, en los que la gente compartía lo poco que tenía, y también las alegrías y las penas. Cuando un vecino tenía una desgracia, todo el pueblo se volcaba, pues había un clima familiar en las relaciones vecinales y un sentimiento fuerte de pertenencia a la comunidad, aunque también existían rencillas personales y un rosario de murmuraciones de unos contra otros. A pesar de la dureza de aquellos años, las relaciones sociales eran próximas y todos sabían “todo de todos”, aunque esta última circunstancia no dista mucho de ser cierta ahora. La vida transcurría de otra manera y el tiempo pasaba lentamente, como si se midieran las jornadas sin calendario y las horas sin reloj. Aquella concepción de la existencia en los pueblos poco a poco ha ido perdiendo su esencia y su autoestima colectiva, y a día de hoy se ha diluido como un azucarillo en un vaso de agua, dejando un paisaje deprimente y regresivo.
Los miembros de la familia no tenían nada propio, pues todo pertenecía a la casa, dentro de un esquema peculiar encabezado por la figura del padre, quien ostentaba el mando, aunque muchas veces las madres, siempre firmes, resignadas y prematuramente envejecidas, llevaran los “pantalones”. El respeto y consideración a las personas mayores constituían reglas sagradas. También todo esto se desvaneció hace ya mucho tiempo y en la actualidad sólo podemos imaginarlo; la realidad es que ese mundo dejado atrás está extinguido, liquidado, aunque no olvidado. La desruralización sigue avanzando, la globalización ha realizado lo suyo y la despoblación campa a sus anchas.
El trabajo acumulado de generación en generación con gran sacrificio y esfuerzo ha conformado un patrimonio venido del curso de los siglos, que no solo tiene valor económico, sino también cultural y emocional, todo un espacio de creatividad humana que tenemos la obligación de conservar como si fuera un tesoro, pero el grave problema de la despoblación y la evolución de los tiempos han trastocado todos los planes que se pueden implementar para afianzar la perduración de todo aquello que resulte válido y cuya continuidad peligra.
El desarrollo tecnológico de las últimas décadas nos ha situado en una sociedad muy diferente, y nuestra generación ha visto con sus propios ojos cómo se marchitaba ese mundo tradicional agrícola. Ya no se conservan vivas muchas de las viejas costumbres, pues nada es eterno, todo cambia, y todo ello nos ayuda a resituar el rumbo de nuestra propia deriva, ya que no existe algoritmo alguno capaz de resolver las incógnitas que permitan anticipar los escenarios del mañana. Vivimos tiempos nuevos, las explicaciones banales y las lamentaciones sobran, no hay que detenerse, hay que seguir al lado de la tierra, no importa la manera, cada uno desde su propia atalaya, comprometidos con la memoria viva.
Mirar hacia atrás es una forma de narrar la crónica apresurada de nuestro paso por la vida, y a los que tenemos cierta edad y vivimos nuestra infancia en aquellos diminutos pueblos de la comarca nos agrada volver una y otra vez sobre nuestros pasos y nuestros recuerdos más hondos. Es como si el tiempo retrocediera y empezáramos a revivir lo vivido. La estancia en el pueblo cuando éramos adolescentes, nos zarandea la memoria continuamente porque todo lo que se ha amado se lleva para siempre en el corazón. Los brotes verdes de la juventud decayeron pero las raíces del origen se han fortalecido. Somos hijos de aquella tierra que nos vio nacer, de cuya decadencia y transformación somos melancólicos testigos, que hemos pasado del arado al ordenador y, todo eso imprime carácter. Años que nunca volverán. ¡Qué se le va hacer!
Vivimos en una sociedad que ha dado la espalda al campo, pues la agricultura y la ganadería tradicional han desaparecido y, en la actualidad, se han convertido en algo absolutamente irreconocible. El ganado es engordado en pabellones de hormigón de forma artificial, con un gran impacto ambiental y los cultivos se realizan en base a productos fitosanitarios y transgénicos, dependiendo muy poco del factor trabajo, todo muy tecnificado y con una extrema especialización. La transformación del modelo ha sido total; es ahora un mundo donde la lírica pastoril no tiene cabida. Todo ello ha provocado una fractura histórica insalvable que ha contribuido a cambiar la estructura poblacional de nuestros lares negativamente, convirtiendo la propia patria de nuestra infancia en un espacio de pueblos sin horizontes que se resisten a morir aunque muchos ya están en coma. Este nuevo modelo al mismo tiempo ha roto la vinculación entre la agricultura y el entorno, y los pequeños mundos, muy singulares, de nuestros antepasados pasaron a la historia, dejándonos su huella.
FCO Javier
11 Ene 2020Felicidades por la calidad del emotivo artículo. Muy real y descriptivo de la actual situación.
Visi
12 Ene 2020Es muy interesante y muy real lo q cuentas de nuestra tierra .
Toñi ramiro
12 Ene 2020Totalmente de acuerdo con este artículo. Nuestros padres que trabajaron como fieras y lo dieron todo para que tuviéramos un futuro mejor, para que pudiéramos escoger, aunque hay personas que no han podido y otros quizás lo hemos hecho mal. Tal vez nuestra vida sería mejor en un entorno rural, o no, quien sabe. En todo caso gracias por el merecido tributo a nuestros mayores y a nuestros pequeños y queridos pueblos
Alfredo
12 Ene 2020Es dificil explicar mejor de lo que lo has hecho tu,Jose,lo que la mayoria de los que hemos vivido esos tiempos hemos pensado y sentido,un magnifico articulo,enhorabuena,eres un gran COMUNICADOR.
José Ramiro García
12 Ene 2020Gracias Alfredo por tus comentarios.
Un abrazo.
Antonio Frechilla
12 Ene 2020Enhorabuena José. A ver si tus reflexiones plasmadas en este artículo, llegan a los que tienen que decidir y sirven para situar el medio rural en posición más relevante que la actual
José Ramiro García
12 Ene 2020Gracias Antonio por tus apreciaciones.
Juan Emilio Muñoz García
13 Ene 2020Joer, don Ramiro. Ahora a sus años empieza usted a escribir cojonudamente. Me gusta. Mucho. Enhorabuena
Juan Emilio Muñoz García
13 Ene 2020Fabuloso artículo. Me gusta. Mucho. Enhorabuena