EL ÚLTIMO PASO DEL VIAJE MÁS LARGO

Un sabio y antiguo proverbio chino asegura que “El viaje más largo empieza con el primer paso”. Ese primer paso es el principio del primer día del resto de la vida. Cuando la edad  empieza a sentirse y a notarse por la propia vorágine de los tiempos, y cuando no se ha dado el último paso del viaje más largo, es porque la vida tiene ese misterio ancestral y mágico, que motiva a una persona para vivir, que sirve para encontrar nuestro camino y dar un sentido a nuestra existencia, a pesar de las dificultades, de las injusticias y de los infortunios.

La vida se pasa pronto, deprisa, tan pronto, que cinco minutos bastan para soñar toda una vida. Todo acaba llegando. La sucesión de momentos se concatenan sin pedir permiso. El calendario de los días no se detiene. Escribía recientemente el periodista  Antonio Yagüe en Nueva Alcarria que: “que cada 1 de enero nos cae encima un año a todos. Sin comerlo, ni beberlo o a lo tonto me lo bailo, como dicen en mi pueblo”.

La muerte es el último paso del viaje más largo.

¿A dónde se fueron los años de mi infancia ya lejana en mi pueblo natal?

¿A dónde se fueron los años de mi juventud en la gran ciudad? Un día te despiertas y te das cuenta que los años de la infancia y de la juventud quedaron atrás. La juventud se va y nos ponemos viejos. Los hijos ya no están, pues se marcharon lejos. Más no importa, total quedará el recuerdo feliz de un ayer que se fue. Permanecerán esos viejos retratos de los  ratos felices de los que fuimos testigos fieles y que hoy contemplamos. Vivimos esa primavera y esa primavera nunca volverá. La vida se va y los años también.

Aquel mundo el tiempo se lo llevó, para dar paso a otro mundo, a otros tiempos. Sé que viví aquel mundo, sé que viví aquellos tiempos de infancia y juventud, ahora ya muy distantes. El tiempo se llevó la generación de nuestros padres, y  murió un tipo de vida ancestral campesina que parecía conservarse intacta desde el Neolítico.

Aún cuando el tiempo pasa rapidísimo, cada etapa de la vida tiene su propio ritmo y su propio sabor. La infancia es la etapa feliz; la atención de una madre y sus cuidados quedan grabados a fuego en la memoria. En la adolescencia la felicidad consiste en fuertes emociones, vivencias, subir, bajar, ir y venir, experiencias intensas… La adolescencia está al margen del mundo de seriedad y compromiso de los mayores. El objetivo es salir corriendo a disfrutar de la fugaz juventud.  Y también en irse uno encontrando a sí mismo y descubrir los grandes temas de la vida: el trabajo, el amor y la amistad.

Cuando uno es adolescente, está en un proceso de construcción de su propia identidad a través de una evolución madurativa de su mente, que busca su independencia gestionando su autonomía y fortaleciendo su autoestima, que le permita luego enfrentarse al mundo con seguridad.

Ahora soy aquella persona mayor que nunca pensé que sería algún día. He tenido grandes alegrías a lo largo de la vida y también simultáneamente he vivido decepciones, tristezas y pérdidas  pero todo dentro de lo normal.  

Hallé sin duda largas las noches de mis penas y en cambio gocé de otras  santamente serenas.

Ya en la tercera edad, se recogen los frutos del esfuerzo y la lucha. Lo que uno quiere es paz, salud, y ver a la gente del entorno más inmediato vivir en armonía. Seguramente en este tramo no le pediremos a la vida lo que no nos pueda dar. Con el tiempo, ciertos aspectos de la vida se reducen: la capacidad de sorprenderse, algunas pasiones, el deseo…

Ese pasado nuestro termina por conformar un mapa de nuestros afectos, con el eco de una felicidad antigua en muchos casos, y nos recuerda a aquellos que fuimos. Es una percepción que todos más o menos compartimos. Es como si fuera una verdad que llevamos inscrita por dentro.

El pasado, como compendio de lo vivido, no se borra,  ni se puede eliminar;  es un soplo de eternidad que funde la memoria y la experiencia, y vive en y con nosotros, formando parte en todo momento de nuestra vida cotidiana.

Con los primeros pasos, el mundo parece propicio para vivir y prosperar, pero conforme vamos avanzando  un sino trágico va merodeando a nuestro alrededor. No le damos importancia al principio del camino, ni domina nuestras vidas durante mucho tiempo, pero está ahí de cuerpo presente, agazapado, para rumiar sin resentimiento la insalvable nostalgia. Es la memoria viva del último paso del viaje más largo que tiene alas para ir pero no para volver.

La pura realidad del paso del tiempo brota como urticante sensación sibilina que progresivamente se ha instalado en mi memoria, y siento como mis nostalgias se van apoderando de mí. Cuando observo a la gente joven, su energía y su ansia de diversión, siento que uno va siendo una especie en extinción. ¡Qué tendrá esa época de juventud que aún con la perspectiva de los años tanto me hace vibrar!

Aunque el pasado no se borra, a veces tendemos a idealizarlo, en un intento por encontrar una plenitud inexistente. Embellecemos anécdotas y vivencias, y le añadimos cosas que no existieron, y así nos encontramos con recuerdos que no son tan reales como pensamos. Nos decimos unas cosas y ocultamos otras, que suelen ser las más importantes.

En nuestra acelerada vida moderna, donde todo se mueve a un ritmo vertiginoso, es fácil perder la noción del tiempo y sentir que se nos escapa entre las manos. Todos sabemos que el tiempos se nos va. Por eso es fundamental disfrutar de cada instante, ser feliz y no dejar que las preocupaciones nos impidan disfrutar de lo que tenemos. La vida es efímera y el último paso llega pronto.

A lo largo de la vida vamos llenando la mochila de muchas evidencias que vamos constatando, y también la vamos llenando de muchas despedidas de gentes que nos dejaron vacios irremplazables. Asoma el recuerdo de los seres queridos y se magnifican los buenos ratos vividos. Quienes se fueron los llevamos en nuestra memoria y a quienes permanecen los abrazamos más fuerte que nunca. Nos aferramos a la esperanza y nos repetimos a nosotros mismos, con harta insistencia, que nada es eterno, dispuestos acarrear el  resto de nuestros días y capear los imponderables de la existencia.

Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años. No tanto  la cuantía, sino la calidad, y  la armonía de las relaciones personales y con la comunidad que son vitales. Tener una buena red de amigos está comprobado que posibilita una mayor esperanza de vida. En la década de los noventa del siglo pasado el cantante brasileño Roberto Carlos entonaba aquello de “yo quiero tener un millón de amigos, y así más fuerte poder cantar”. Valorar la importancia de las conexiones humanas es esencial.

Ya con pasos más lentos en la vida, siento que puedo llorar porque encuentro algunas respuestas a esos interrogantes que se plantean en esa trayectoria vital desde el principio hasta el final. Interrogantes que más que juzgar, buscan la sustancia de una existencia, pruebas de que hemos vivido, de que no todo es un transcurrir hacia la desaparición. Envejecer es descubrir que la belleza nunca estuvo en la piel, sino en la historia que llevamos dentro.

Al final el tiempo pasa, y se suceden generaciones que ven envejecer sus rostros y sus aspiraciones conforme se traspasan los umbrales etarios, y conforme vamos subiendo los peldaños de la edad aprendemos a caminar más lento, pero con más certeza.

“Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos, y llegamos al tiempo que fenecemos”, escribía Jorge Manrique. Morir es parte del proceso en un mundo efímero en continuo cambio. A este mundo hemos venido a morirnos. Este es el único destino de la humanidad, por tanto nuestra esencia consiste en nuestra existencia, en ese baile absurdo al que hemos sido invitados por el azar.

¿Por qué extraños designios se construye el destino de una persona? La respuesta inapelable a esa pregunta es ese  mito dorado que el tiempo no ha podido quebrar, la muerte, el último paso del viaje más largo.

JOSÉ  RAMIRO  GARCÍA.

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