Uno de los principales retos a los que se enfrenta la sociedad actual es el de la desigualdad de todo tipo, que se manifiesta en la creciente brecha de renta y de riqueza, educación y oportunidades entre los que tienen y los que no tienen. En el mundo en que vivimos hay mucha gente que se queda atrás, que sobrevive a duras penas. El sistema no tiene muchas soluciones para corregir el problema en su totalidad pero sí para amortiguar sus consecuencias. Esta configuración se ha incrementado especialmente desde la crisis económica de 2008, que generó nuevos nubarrones de oscuridad, pesimismo y rabia. Si a la crisis de 2008 le añadimos los efectos perversos de la emergencia sanitaria producidos por la covid-19, el panorama se vuelve desolador, configurando una situación límite que amenaza de forma drástica las costuras de la estabilidad económica y social. Desde el comienzo de la pandemia, muchos multimillonarios han aumentado su riqueza, con guarismos casi inimaginables, mientras que multitud de desempleados han sucumbido a las garras de la pobreza y se han visto desposeídos de lo poco que tenían, dentro de una caída brutal del PIB sin precedente estadístico alguno, que ha socavado algunos de los cimientos del sistema y hará que la economía tenga una persistente debilidad durante años, que se simultaneará con una mayor desigualdad.
La coyuntura económica actual, en un contexto epidémico sin precedentes y plagado aún de incertidumbres, de fuerte aumento del desempleo, ascenso del déficit, endeudamiento público masivo, mercado de trabajo precario, desconfianza de las familias y empresas ante el futuro y una menor inversión es un caldo de cultivo perfecto para que prenda una mayor ampliación de la desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza.
Hay muchas personas que padecen grandes adversidades en su cotidianidad, que tienen motivos de sobra no sólo para el descontento, sino para la desesperación, frente a la vida llena de prebendas que disfrutan las élites en cualquier país del mundo, instaladas en el privilegio ya desde la cuna. Esta es una verdad descarnada que se abre paso dentro de la crisis que estamos sufriendo, cuando la pandemia sigue devorando velozmente la actividad económica, que hace cada día más hondas las diferencias sociales y más precarias las condiciones de vida de muchos.
Los que están en la cúspide, que buscan riqueza y rédito material por encima de todo lo demás, los acaudalados, los que siempre acumulan, los que sólo piensan en medrar, a aquellos a los que siempre les han ido bien las cosas, se están llevando cada día que pasa una porción mayor de la tarta nacional, a la cual hemos contribuido todos y no se observa para nada que las ganancias se filtren hacia abajo, por más que esa tarta que es el PIB vaya aumentando año tras año. Es “el puro cerdismo” de amasar dinero y ganarlo de cualquier manera que describía el insigne escritor Pío Baroja, cruzando la frontera solo, camino del exilio, con 63 años y 200 pesetas en el bolsillo, el 23 de julio de 1936. Para algunos de aquellos procedentes de clases acomodadas, que siempre han estado afincados en el privilegio y aferrados a caprichos exclusivos, la igualdad puede parecerles música celestial e incluso puede llegarles a molestar, manifestándoseles como opresiva, olvidándose de las penurias extremas de la persona que lo pasa mal. Cierta gente es insensible a las necesidades de los más pobres y están desconectados de las penalidades que conlleva la miseria. La aporofobia no es ninguna novedad, viene de muy lejos, aunque el término y el concepto se hayan acuñado recientemente.
También las disparidades salariales entre los trabajadores son mayores, debidas principalmente a los avances tecnológicos, que han debilitado la demanda de la mano de obra no cualificada, disminuyendo paulatinamente la clase media. Atravesamos una situación en la que convive el triunfalismo del discurso económico con la decepción de quienes no ven sus beneficios. Es como si estuviéramos en una economía encorsetada que redistribuye las rentas hacia arriba, perjudicando siempre a los de abajo, cuyos salarios no les alcanzan para vivir. Dice un viejo dicho cubano: “el que para sardina nace, del cielo le cae la lata”.
En estos últimos tiempos se han creado nuevas formas de explotación, de desposesión y dominación, que se podrían catalogar de esclavitud, siendo un claro ejemplo de esto la metamorfosis que se ha producido en el mundo del trabajo. Casi todo el empleo que se crea es temporal, inseguro e inestable, con salarios ínfimos, con menos derechos y, contradictoriamente, aquellos que lo realizan son, según se dice, la generación mejor formada de todos los tiempos. En vez de avanzar en este campo hemos retrocedido para beneficio de los de siempre. Esta nueva economía está creando bolsas de precariedad, inexistentes hasta ahora, y algunas empresas están volviendo a un modelo laboral propio del siglo XIX, donde lo único que preocupa es la maximización de su propio beneficio. En la actualidad, tener trabajo no significa obtener estabilidad y suficiencia económica y, además, hay más miseria de la que debería, algo muy impropio de un país desarrollado como el nuestro y muy propio de sociedades económicas desvertebradas.
Si la desigualdad de los ingresos y de la riqueza es deprimente, la igualdad de oportunidades es un mito, pues el futuro de cualquier chaval está condicionado como siempre por los ingresos y la educación de sus progenitores. Aquellos que nacen pobres, que viven hacinados en ambientes depauperados, aquellos que nacen con casi todo perdido, con una base educativa débil, tienen escasas posibilidades de escapar de su condición, ya que el ascensor social funciona muy deficientemente. Son los abandonados en vida por la propia vida, sobre los que escribía Don Juan Valera, inspirado en su estrecha situación económica y la de su familia, aunque él tenía una sólida formación. Proceder de una familia adinerada influye mucho en el éxito personal. El hecho de que unas pocas personas logren ascender desde la base a la cima de la pirámide es una excepción más que una regla, y todo ello se ha convertido en uno de los sellos distintivos de la economía española, acentuándose la desigualdad de oportunidades; la desigualdad sigue irradiando desgracias y es el origen de muchos de los males y desastres que padecemos.
En el fondo lo que subyace en algunos entornos es un complejo mundo de intereses y egoísmos, un mundo carente de piedad y con ambiciones desmedidas, que no busca el bien común ni la creación de empleo, sino simplemente llenarse el bolsillo y que cada uno se las componga como pueda. Por ese mundo sobrevuelan los fondos buitre, chiringuitos de extorsión. Es la corrupción de la noble condición humana, sin más, que ya describió Don Francisco de Quevedo. En esta concepción no aparece por ninguna parte la “mano invisible” a la que se refería Adam Smith en su libro “La riqueza de las naciones”, cuando afirmaba que el egoísmo de los individuos que buscaban su beneficio particular acababa aumentando la utilidad y el bienestar de toda la sociedad.
El mercado, con su oferta y su demanda, es eficiente en la asignación de los recursos, siempre y cuando se cumplan las hipótesis que establece la teoría económica: muchos oferentes, muchos demandantes, información perfecta y que nadie pueda influir en el precio y la cantidad del producto. Todos sabemos que en la práctica estos supuestos no se dan y, consecuentemente, aparecen situaciones de oligopolio y monopolio que fijan precios muy por encima del coste de producción, que lastran el bienestar de la población e incrementan estrepitosamente ciertos beneficios empresariales, contribuyendo a aumentar la desigualdad . Ocho personas en el mundo tienen la misma riqueza que 3.500 millones en conjunto. El 10% de la población mundial pasa hambre.
Los mercados por sí solos no logran la prosperidad compartida duradera, ni resuelven la provisión de bienes públicos, y por eso se hace necesaria la intervención del Estado para corregir sus excesos, a través de la política fiscal, mediante los instrumentos que tiene a su alcance como son el gasto público, los impuestos, la inversión, las transferencias, el seguro de desempleo, etc.
La economía de mercado en la que estamos instalados crea riqueza y bienestar pero no de forma justa, homogenea y generalizada. Hay capas de la población a las que no les llega su parte, a las que la pobreza les golpea directo el mentón día tras día; hay gentes que vagan por los caminos suplicando ayuda y se encuentran todas las puertas cerradas, situación que se produce por falta de salarios dignos, viviendas mínimamente confortables y prestación de servicios sociales inadecuada. El sistema propicia una hipócrita manera de desatender a los excluidos y desfavorecidos, que viven una frustración de expectativas vitales y agobios existenciales.
Desde el púlpito político partidista, nos ofrecen todo tipo de propuestas y siempre arman el mismo tinglado. A falta de argumentos sólidos usan letanías y estrategias dirigidas a perfeccionar la retórica del engaño, para hacer creer que llegó el momento de las soluciones y con ello, el aumento exponencial de la felicidad de los cuarenta y siete millones de españoles. Los unos con sus bajadas de impuestos y los otros con sus subidas nos prometen traer el cielo a nuestra casa y la llegada del paraíso a la tierra, con improvisaciones que pueden llegar a ser muy arriesgadas y en último término nefastas.
Estamos viviendo los irreparables estragos de esta deshumanizada economía porque la pobreza está llena de urgencia que no se atiende con la debida diligencia y cuya cronicidad conduce a su normalización. El hambre, la miseria y la pobreza son claramente culpa de todos, de unos más que de otros. Cuesta pensar con frialdad cuando el dolor se hace crónico porque no hay dinero para médicos o medicinas. Cuesta ser ecuánime en una vivienda húmeda y destartalada. Cuesta evitar el resentimiento cuando sólo se te permite mirar de lejos los barrios de la abundancia, bajo jirones de humillación, desprecio, indiferencia y pesadumbre. Es triste ver como alguien se sumerge cada noche en los contenedores de basura en busca de algo aprovechable, pero al mismo tiempo es gratificante que siempre habrá quien diga que esa realidad es inaceptable bajo cualquier punto de vista porque en su concepción filosófica de la vida y del hombre no caben las desigualdades.
No siempre somos conscientes de que mucha de nuestra comodidad está basada en el trabajo esclavo, precario y mal pagado de otros que no han tenido suerte en la vida, que no tienen ningún tipo de ayuda, que se tienen que doblegar porque no les queda más remedio y porque no se ponen muchas barreras que impidan el avance sistemático de la penuria.
Se debe denunciar la pobreza de forma clara y en alta voz, pedirles a las empresas un determinado comportamiento social que aumente las expectativas y mitigue el galope de la desigualdad, incorporando a sus actividades los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) definidos por Naciones Unidas, la inclusión social y la generación y mantenimiento de empleo bajo una concepción menos estática y sacralizada de los intereses creados. No debemos mirar hacia otro lado y no nos podemos permitir que la desigualdad alimente el pesimismo sobre el futuro.
Los poderes públicos deben actuar para lograr cambios reales y un futuro digno para todas las personas y no sólo para una minoría de privilegiados, más allá de quién gobierne y con una mirada larga. Tendrán que repensar cómo gastar sus recursos y ordenar sus prioridades, siendo el presupuesto el mejor instrumento redistributivo para minimizar la desigualdad, sin soñar ilusamente en la igualdad total porque ésta solo existe en matemáticas, ya que nadie discute que dos es igual a dos. Necesitamos un nuevo contrato social que suture la dualización existente, que disminuya el riesgo de exclusión social de los más desfavorecidos, que equilibre las oportunidades, que fomente la igualdad sin coartar la libertad, que asegure que nadie se quede atrás y que la prosperidad revierta para el bien de todos.
A lo largo y ancho de este dilatado mundo, la humanidad sobrevive, prospera y está marcada por un espíritu de superación y, mientras haya vida, habrá esperanza. Un mundo mejor es posible y, si todos luchamos en la misma dirección, podremos llegar a un futuro con menos desigualdad, cuando la codicia, el egoísmo y la ambición humana hayan bajado unos cuantos peldaños y a su vez, en la escala de valores, predomine más el ser que el tener; debemos caminar hacia una sociedad cuya fundamentación esté en el saber, en la cultura, en la justicia social, en la cohesión política necesaria y suficiente, en la innovación y modernización de la economía y en la solidaridad de los hombres y mujeres que habitan el planeta.
JOSÉ RAMIRO GARCÍA.
carlos
10 Dic 2020muy buen articulo, como el resto, pero creo que un mundo mas justo es una utopia, solo un cataclismo, tipo explosion de un meteorito, que se llevase por delante al 95% de la humanidad, quizas nos diese una oportunidad de crear un mundo sino feliz, al menos mas justo. Soy totalmente pesimista al respecto.