LOS PUEBLOS DE COLONIZACIÓN EN LA DICTADURA FRANQUISTA.

Durante la dictadura franquista (1939-1975), a través del Instituto Nacional de Colonización (INC), organismo dependiente del Ministerio de Agricultura, se construyeron más de trescientos pueblos nuevos con el objetivo de repoblar áreas deprimidas demográficamente. Se  reconvirtieron para ello tierras de secano  en tierras de regadío, de lo que se beneficiaron principalmente los grandes propietarios  que habían  apoyado el golpe de Estado en 1936, y no tanto los nuevos moradores de los terrenos reconvertidos que acudieron a ellos, previa selección, huyendo de la miseria y el hambre que el Régimen era incapaz de solucionar por aquel entonces.

Los grandes terratenientes se vieron muy favorecidos al vender parte de sus tierras al INC a través de peculiares expropiaciones que se pagaron a costa de enormes transferencias de recursos de capital público. Como máximo les expropiaban un tercio de sus propiedades, pagándoles el “justiprecio” pero el resto de su patrimonio se revalorizaba enormemente al convertirse el secano en regadío, cuyo coste de transformación corría a cargo del INC.  Sin embargo los nuevos colonos no tuvieron tanta suerte, pues los lotes de tierra y la casa que recibían se instrumentaban a través de un préstamo del INC que tenían que devolver con unas condiciones financieras nada favorables, pues los intereses precisamente no eran bajos, de tal forma que la amortización del préstamo más la carga financiera se les llevaba a los nuevos colonos una parte muy considerable de la cosecha que producían. Muchos terminaron por irse a la ciudad ante la irrelevancia de las ganancias obtenidas y ante la perspectiva de mejores salarios en la industria por el trabajo por cuenta ajena. Aquellos colonos que permanecieron fieles al terruño lo hicieron en base a un gran esfuerzo no solo individual sino también familiar y a base de una enorme solidaridad entre los vecinos, que creó una fuerte identidad colectiva en los nuevos asentamientos humanos.

Los campesinos en la inmediata posguerra no sólo estaban luchando por la tierra, sino también por algo más tangible: para salir de la miseria diaria de sus vidas. Las calamidades y el hambre de aquellos años alcanzaron proporciones bíblicas increíbles. Eran mínimos los colonos que tuvieran tierras en propiedad suficientes para una manutención decorosa, y los braceros, aquellos que solo tenían su fuerza de trabajo, recibían una remuneración ínfima.   Baste   recordad un dato: los salarios agrícolas  no recobraron el nivel de 1936 hasta 1962. La realidad socioeconómica  del país en general era insoportable ante el fracaso de la política autárquica  y después de haber quedado fuera del Plan Marshal. Cerca de dos tercios de la población vivía con menos de seis pesetas al día, algo realmente increíble desde la perspectiva de nuestra  vida de confort actual. La dureza de la vida era apenas imaginable hoy. El problema era básicamente la propiedad de la tierra, con superficies muy insuficientes y falta de mecanización, y según los falangistas, para redimir a los pobres había que hacer más pantanos, que el INC comprara más tierra cultivable, parcelarla y confiar en que todo se arreglase. El paso del tiempo no significó que la miseria horrible desapareciese por completo por muchas medallas que Franco, su régimen y el INC se colgasen.

Lo que nunca dijo la propaganda del Régimen es que el proyecto de los pueblos de colonización fue una adaptación que hizo la Administración Franquista a un proyecto de la II República, sustituyendo la redistribución de la tierra por una política de colonización,  intentando paliar los problemas económicos y sociales que había dejado la guerra, objetivo que distó mucho de ser cumplido. La dictadura franquista se apropió del legado republicano y lo presentó falazmente como una realización original pero la realidad es que el desastre de la política autárquica y la baja recaudación fiscal del Estado provocaron que los planes de regadíos asociados a la colonización no se intensificaran hasta finales de la década de los años cuarenta.  El fracaso de la dictadura hasta la década de los sesenta fue total, pero la publicidad del Régimen le echaba  la culpa a la guerra, a los rojos y a la pertinaz sequía; todo eran excusas y eufemismos  para no decir que el hambre atroz y las enfermedades asociadas que mataban a muchas personas no eran responsabilidad de una dictadura cerril, cruel, inoperante y corrupta.

La selección de los colonos se hacía  por sorteo, con preferencia de las familias numerosas con hijos varones, pero si el INC intuía que alguno de los aspirantes a colono tenía vínculos con el bando perdedor, lo descartaban automáticamente. Había dos tipos de colonos: aquellos que inicialmente pagaban el 20% del valor del patrimonio que les entregaban, y aquellos que no disponían de ese capital. Estos últimos entraban en una fase de “tutela” y accedían a la propiedad con posterioridad. Los colonos de un tipo y de otro conseguían los títulos de propiedad, tanto de la tierra como de la casa, cuando tuvieran liquidadas todas las deudas con el INC, y esta situación se daba después de varias décadas de mucho sacrificio y esfuerzo. Para aquellos que no habían tenido nunca nada, conseguir algo propio, era mucho.

La llegada de los colonos a su nueva morada al principio era desgarradora porque lógicamente tenían que abandonar su pueblo de origen y a parte de su familia, y con bastante probabilidad las casas no estaban terminadas, ni el pueblo tampoco, y además se unía la incertidumbre de no saber muy bien qué iba a pasar de ahí en adelante, con la preocupación añadida de que aquellas casas y tierras no pasarían a su propiedad enteramente hasta que no transcurrieran 25 ó 40 años, dependiendo de la rentabilidad de la explotación: todo un horizonte temporal demasiado amplio.

Para constituir un grupo sindical de colonización, los colonos tenían que tener el 20% del valor de la finca y así poder obtener la ayuda del INC para completar la compra y transformar la tierra adquirida. Los jornaleros, al no poseer capital alguno, ni contaban. El INC siempre anduvo escaso de recursos, y esa circunstancia hacía difícil comprar o expropiar tierras suficientes para luego entregar a los colonos, y así poder cambiar la estructura social del agro  español. Esa escasez de medios supuso una pesada losa para el proyecto colonizador. Por otro lado sobraban campesinos pobres, a los que no les quedaba otro remedio que emigrar por su cuenta y riesgo, a las ciudades. Las grandes urbes en la década de los sesenta estaban en franca expansión, y las zonas costeras empezaban a vivir el boom turístico. La gente se fue a Cataluña, a Madrid, al País Vasco  o a Europa en busca de una vida mejor, huyendo en masa de la miseria; todo un fenómeno desgraciado y doloroso si pensamos en la forma que sucedió, pues una vez más los pobres se las tendrían que arreglar como pudieran. Los grandes planes de regadío de Badajoz o Jaén, ni tampoco los nuevos de colonización, iban a conseguir detener la sangría demográfica del campo español.

Inicialmente los colonos eran pequeños labradores con muy poca tierra o arrendatarios  y en algunos casos, muy residualmente, eran braceros que solo tenían en su haber su fuerza de trabajo. Convertirse en colono era un intento de conseguir un sueño, tener una casa y tierra propia, que sedujo a quienes poco o nada tenían, porque la  otra alternativa era la emigración, que representaba un desarraigo mayor. Las familias que permanecieron fieles al proyecto colonizador hasta el final, trabajaron sin descanso, con muchas privaciones, para mejorar sus vidas y pagar las deudas al INC. En general la vida en la época de la dictadura era muy dura,  principalmente hasta la década de los sesenta,  de mucho trabajo, de gran esfuerzo físico, muy poco dinero y escasísimas comodidades.

Ni los asentamientos de los colonos, ni la redistribución de tierras que llevó a cabo el INC, fueron suficientes para cambiar la estructura social y económica del campo español, que ya había intentado la Reforma Agraria de la II República y  tampoco  consiguió. La media de tierra que recibió cada colono fue algo más de tres hectáreas de secano y unas seis hectáreas de regadío, cuantía claramente insuficiente. Por supuesto los obreros agrícolas  no recibieron cantidad alguna de tierra, solo en algunos casos  recibían media hectárea para huerto. El proyecto colonizador asentó a unas 60.000 familias, en unas 40.000 casas, en unos 300 pueblos, distribuidos por distintas zonas de la geografía española.

Los pueblos de colonización en la actualidad no se distinguen de los demás pueblos de España, y aún a pesar del transcurrir de los años  todavía conservan muchas trazas de su pasado, rebautizadas y entreveradas con la realidad del presente. Algunos han tenido una evolución  de éxito, han crecido en población junto a un desarrollo económico importante, como los de la zona del Egido en Almería, mientras la mayoría de ellos no han prosperado, están medio abandonados, se han despoblado y el riesgo demográfico sigue su curso. Estos últimos, como muchos otros de la España vacía, olvidados y sin futuro, huelen a declive, pena y fracaso, consumiéndose poco a poco en su propia insignificancia, en medio de una España tercerizada y entregada al turismo, donde la agricultura y la ganadería van perdiendo paulatinamente peso especifico en la economía española, desplazando población emigrante hacia las ciudades, sumergidos en ese panorama de desoladores contrastes, de grandes urbes superpobladas y pueblos enteramente despoblados.

La realidad más concreta y palpable es que los pueblos, incluidos los de colonización, se vacían porque la gente ha decidido que la vida está en otra parte. Los espacios rurales se tornan cada vez más ajenos y agónicos, derivando a esa condición de sitios fantasmas, de comunidades de viejos, pero a pesar de todos esos pesares, algunos pueblos  sobreviven a duras penas, dejados de la mano de Dios, orgullosos de su historia, pero siguen siendo el sitio al que muchos de nosotros queremos ir, a pesar de todos los pesares, que son muchos.

José  Ramiro  García.

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