Por José Ramiro García
La zona es un páramo deshabitado, un desierto demográfico, y los pueblos se están convirtiendo en sedes geriátricas. Cada día hay menos gente. Prosperan las zarzas y las malas hierbas por encima de los muros y hasta los tejados. Los pueblos se han hecho mayores y parecen detenidos en el tiempo. Las aulas están vacías, los cementerios llenos y las campanas de las iglesias se mantienen vivas de tanto toque a clamores. Las personas mayores agotan sus últimos días esperando que la muerte venga a visitarlas. La juventud se fue, buscando nuevos horizontes; sólo quedan los octogenarios, tomando diez pastillas diarias, incluso más, aunque los hay más sanos que una manzana, inmersos en una felicidad indescriptible.
Particularmente en los inviernos, el silencio es absoluto. No ladran los perros. No maúllan los gatos. Algún gallo con su quiquiriqui, al despertar el alba, interrumpe el sueño de sus vecinos. Hace mucho frio, un frio tan intenso que no sale nadie a las calles, no se ve gente, ni movimiento alguno. Muchas puertas de las casas están cerradas a cal y canto y las chimeneas no echan humo. Se ven tejas rotas en los tejados. Se impone la soledad. Sólo en primavera y verano, con el buen tiempo, se despierta un poco la vida.
Los pobladores son gente sencilla, sufrida, modesta, apegada a sus tradiciones, sin grandes pretensiones, acostumbrada a vivir con privaciones, y poco permeable a modernidades excéntricas.
El negocio del campo, la actividad principal de la zona, siempre ha sido poco rentable; el precio del trigo está por los suelos, el precio de los abonos por las nubes, las cuentas no salen, todo esto no tiene lógica, salvo la lógica del expolio, y después de tantas fatigas los resultados son estériles. Está claro que alguien gana dinero en este proceso, pero desde luego no son los agricultores. Son los intermediarios y los especuladores los que se llevan el gato al agua. Es un mal negocio. A esto se llama economía de libre mercado, que es cualquier cosa menos libre. Estas circunstancias son las que explican por qué los productos del agro a veces no se recogen, las tierras se abandonan sin más remedio, y es el motivo principal por el que se produce el fenómeno de la despoblación. Me decía un paisano este verano: “aquí ya no viene ni dios a darle a la legona”. El esfuerzo y el trabajo cada día se pagan más baratos. Cotizan poco en bolsa. El campo siempre ha sido un perdedor.
Uno de los muchos problemas que tiene la agricultura en nuestra tierra es el minifundio y la escasa propiedad. En algunos pueblos no se llegó a hacer la concentración parcelaria. A esto hay que añadirle que el regadío está ausente, y es verificable que hay una relación muy directa entre despoblación y falta de regadío. Se podría crear algún mecanismo de compensación a los antiguos propietarios que ya no se dedican a estas tareas, pues emigraron en su día a la ciudad, y de esta manera incrementar la superficie agrícola de las explotaciones existentes, creando una clase de pequeños y medianos agricultores, que fijarían población en la zona. Con menos de cien hectáreas de secano es muy difícil sobrevivir, con los precios actuales, dados los rendimientos existentes.
Hay que reorientar el criterio de reparto de la PAC, pues no parece muy justo que la mayor parte de las ayudas se concentren en el 5% de los perceptores, aunque esta petición sea seguramente una pretensión vana. Se privilegia a los “agricultores de sofá”, que son los grandes propietarios y tenedores de tierras; La Casa de Alba, con 34.000 hectáreas, recibe tres millones de euros de subvención y lo mismo Juan Abelló, con 40.000 hectáreas. Tendrían que destinarse más recursos a los Programas de Desarrollo Rural (PRD). Es necesario mantener un mecanismo corrector a favor de la agricultura familiar, que es en definitiva el verdadero guardián del territorio. El art. 33.1 de nuestra Constitución reconoce el derecho de propiedad privada, el art.33.2 subraya la función social, y es imprescindible insistir en éste último.
No podemos olvidar nuestra historia reciente. Nuestro país era eminentemente agrícola hasta la primera mitad del siglo pasado, lo cual suponía que el control de la propiedad de la tierra significaba el control de la fuente principal de la riqueza nacional. Esto no es así ahora: es un sector poco intensivo en mano de obra como consecuencia de la mecanización, y su aportación al PIB es irrelevante. Es testimonial la incorporación de jóvenes y la profesión continua siendo mayoritariamente masculina.
En el mundo rural constantemente se ha sufrido por las condiciones atmosféricas, por la sequia, la helada o el granizo, cuestiones que están lejos del alcance de la mano del hombre, pero pueden determinar la ganancia o la pérdida de un año. El cash-flow es imprevisible, sólo los sabañones y los lumbagos están garantizados. Muy poca gente quiere trabajar en el campo, salvo los inmigrantes porque no les queda otro remedio.
Hay un turismo incipiente, particularmente en la zona del Alto Tajo. Un lugar aconsejable a todo el mundo, salvo a los adictos al Corte Inglés. Durante el mes de agosto hay un amontonamiento de excursionistas, y gente dominguera. Tal vez la actividad turística tenga porvenir y disminuya las listas de paro, aunque éstas no son muy grandes porque ha quedado poca gente en estos emplazamientos.
Yendo por las carreteras, no se ven grandes puentes, ni grandes obras de ingeniería. Se nota que a este territorio se le ha dado poca importancia; es un trozo de La España vacía, inhóspita y dejada de la mano de Dios. Estamos dentro de una provincia muy desconocida dentro del territorio nacional, y en el mundo, no digamos. Somos un cero a la izquierda, pintamos poco. Esta España no le dio nada a nuestra tierra, ni la franquista ni la monárquica. Son enclaves que se ven obligados a sobrevivir de una forma sencilla, elemental y poco solemne. Parece que en nuestro Estado, sólo hay dos ciudades: Madrid y Barcelona, y el resto es como si no existieran; son lugares de los que nadie habla, apenas salen en los medios de comunicación, y nadie se acuerda de ellos. Parece imposible, pero es la triste realidad.
Aunque parte del desarrollo ha llegado en estas últimas décadas a estos lares –ahora tenemos ordenadores y teléfonos móviles, y muchas cosas han cambiado a mejor-, seguimos siendo una tierra pobre; los ricos son los de siempre, nunca nosotros. Si todo fuera bien, la gente no se marcharía. Son las cosas de la pobreza. No tuvimos nada, se nos pasó el tiempo viendo como otros atesoraban, algunos con deshonra, pero lo peor de todo es que no nos hemos quitado el perfume de pobres nunca. Nos hemos habituado a ser pobres. Es como si estos lugares fueran imposibles de regenerar. Algunos lo creen firmemente.
La gente piensa que aquí no se puede labrar un buen porvenir y mucho menos amasar grandes fortunas. Todo el mundo quiere tener éxito, y conseguir mejores oportunidades de vida. ¿Alguien cree que un chaval nacido en el barrio Salamanca de Madrid, de padres universitarios, con un horizonte temporal económico despejado, tiene las mismas oportunidades que un chico de una familia con estudios primarios, nacido en una zona despoblada, rural, remota, pongamos por caso El Pobo de Dueñas, donde la referencia cultural más próxima y única es la televisión española? La respuesta obvia es negativa. El determinismo geográfico existe. El principio de igualdad de oportunidades en la práctica se ha convertido en una mera declaración de intenciones, o como diríamos aquí, en agua de borrajas. Triunfar sin salir de estas tierras es tan difícil como atrapar el agua en un colador. El ascensor social se ha roto o se ha parado, y el azar de nacimiento condiciona toda nuestra vida futura. La evidencia empírica nos demuestra que el origen familiar y la procedencia geográfica determinan, con excepciones, cada día más el nivel de renta y de riqueza.
Cuando entras a cualquiera de los pueblos se observan carteles donde pone “esta casa se vende”. Algunas veces el verbo vender aparece con “b” de burro. Los anuncios están muy desgastados por la lluvia, el sol y la propia intemperie, y son síntoma de aislamiento y abandono. Hay dos Españas, la desarrollada, muy poblada, con empuje y con futuro, y la vaciada, estancada o en franca decadencia -a nosotros nos ha tocado vivir en ésta última.
Si uno se adentra por caminos rurales, se ven fincas pequeñas baldías, síntoma de que hace mucho no se siembran. No se ven apenas rebaños. Ver a los pastores con la manta a cuadros al hombro, la garrota y la boina negra calada es una estampa que ha pasado a la historia. Las mejores mantas eran las de Tramacastilla .Como cayeron en desuso, se cerró la fábrica. Los pueblos ya no tienen la vida que tenían antes.
Casi todos los pueblos de la zona están en la línea roja de la desaparición. Es cuestión de tiempo. Son enclaves insignificantes, marginales. Son territorios más que despoblados, son emplazamientos llenos de ausencias. Se murieron nuestros antepasados, los antepasados de nuestros antepasados también murieron y no hubo relevo generacional.
La falta de población y la consecuente decadencia económica y social tiene mucho que ver con la política y el poder, aunque no del todo. Éste nunca ha sido neutro. Un ejemplo muy claro de esto último lo tuvimos hace seis años, cuando La Consejería de Sanidad de Castilla-La Mancha determinó el cierre de las urgencias médicas durante las noches en varias localidades de la provincia, que no se llevó a cabo por la presión de la opinión pública y la protesta de sus moradores.
Un mayor despoblamiento puede determinar un deterioro general del entorno y un mayor riesgo de incendios, lo que supondría un peligro medioambiental, con consecuencias funestas e irreversibles. Esta es una razón de peso, por la cual es imprescindible fijar un mínimo de población en un territorio.
El art.138 de nuestra Constitución, que establece el principio de solidaridad interterritorial, no se cumple. Son constatables los privilegios económicos y sociales en diversas partes del territorio nacional. Los poderes públicos tienen la obligación de entablar actuaciones favorecedoras en las zonas de escasa actividad económica -situación que por cierto se produce en pequeñas dosis, y lo más triste es que muchas veces se dedican recursos de forma ineficaz, teniendo en cuenta que éstos son escasos y susceptibles de usos alternativos.
Tampoco tiene mucho sentido implementar dinero y esfuerzo en algo que está condenado a desaparecer porque la evolución de los tiempos así lo ha marcado. De hecho, en las últimas décadas se han dedicado medios financieros, bien a través de fondos europeos o nacionales, y no han producido grandes resultados. Sería conveniente centrarse en aquello que tenga posibilidad de perdurar, y en proyectos de desarrollo concretos, plurianuales, que involucren a todas las Administraciones y al sector privado, con presupuestos bien definidos, tanto en plazos como en cuantías y objetivos.
Hay que amparar a las personas que han decidido permanecer en los pueblos, apoyar a todos aquellos que quieran retornar, pues la vida en la ciudad a veces es complicada, y facilitarles las cosas a todos aquellos emprendedores que han iniciado planes empresariales o profesionales.
Las Administraciones Públicas deben ayudar a cambiar la situación, conocer la problemática sobre el terreno, interactuando con la población y respondiendo a sus inquietudes, pero algunos políticos, no todos, dan muestra de su soberbia y prepotencia bloqueando a quienes los cuestionan, haciendo oídos sordos a un clamor generalizado. Todo son promesas, palabras, palabras y vuelta a empezar, cual torna la cigüeña al campanario. Los trucos y las engañifas no se deben permitir.
La manifestación contra la despoblación el día 31 de marzo en Madrid fue una enmienda a la totalidad a las políticas de los últimos cuarenta años. Se piden hechos concretos para dar calor a ese “invierno demográfico”, que estamos viviendo. Ojalá surta efectos.
La financiación autonómica se tiene que basar en el coste real de los servicios prestados por habitante, porque de lo contrario, a largo plazo, mucha más gente se irá de esta tierra.
No es bueno el monólogo continuista, monótono, reiterativo, que siempre recurre al pasado. El pasado ya no existe, el presente está jodido, hay que apelar al futuro, aunque éste se vea con poca esperanza e ilusión. Este es el panorama.
¿Qué será de estas tierras cuando ya nadie las cultive? El futuro está por definir, aunque ya apunta maneras, y éstas no son halagüeñas.
*** José Ramiro García (El Pobo de Dueñas, 1957), licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor de enseñanza secundaria en Madrid y Zaragoza (1983-2017). Asesor Fiscal. Gestor Administrativo titulado por oposición (1989). En estos momentos felizmente jubilado.